Que no de las tinieblas. Como es ahora mi pueblo, Los
Realejos. Que no es ciudad, pero sí villa histórica. Pero con demasiadas
penumbras. Cada noche en un sector de su amplia geografía –para que protestemos
por etapas– y con tres objetivos perfectamente definidos: no despilfarrar en el
consumo energético, contribuir a potenciar la ley del cielo y mejorar los
beneficios económicos de Effico (empresa Soriana, y, por ende, muy popular). Va
el presente por otros derroteros.
Mi amiga Candelaria Ledesma Alonso me pincha desde Ajei,
allá por tierras conejeras. Y me recuerda que nos conocimos hace unos ‘pocos’
años en La Laguna. Como de vez en cuando rememoro pasajes de antaño, muchos de
ellos relacionados con la docencia, me invita a que escriba unas líneas de un
colegio que comenzó su andadura a la par que la década de los setenta del
pasado siglo, es decir, el otro día.
Tuve que rebuscar entre mil papeles –en aquel entonces no
existían el disco duro, ni el USB ni la memoria virtual– que han sobrevivido
traslados y mudanzas. Y localicé la memoria que se nos exigía en el denominado
año de prácticas, que se correspondía con el tercer curso del Plan 1967. Con
fotografías (va una muestra cuya calidad deja bastante que desear) sujetas con
pegamento, páginas mecanografiadas con una vieja Olympia, multitud de gráficos
dibujados en papel milimetrado y con alguna que otra lámina en las que
ejecutábamos nuestros refinados dibujos. Y un elegantísimo plano de la planta
baja del edificio en papel cebolla: apártense delineantes y aparejadores. En
fin, si la vieras y compararas con lo que las nuevas tecnologías nos han
brindado, lo mismo esbozabas la misma sonrisa que me salió cuando la rescaté
del archivador. Por no llorar.
Con un repaso de la misma colijo que ya mostraba ciertas
dosis de inconformismo (que el tiempo no me ha curado). Te explico:
Para abrir boca, en el primer apartado (descripción del
colegio) expongo que “existen jardines con césped y árboles, aunque con la
matrícula que existe no están muy bien parados que digamos”. Se rondaban los
900 alumnos. Y a continuación: “…unas estructuras de cemento en forma de
puentes con el fondo de arena (que es poca y se forma un gran charco cuando
llueve)”. [Fueron destruidas en enero de 1972, tras sufrir varios accidentes
los alumnos con alguna herida de consideración]. Y también: “A la izquierda se
encuentra la casa del guardián que ha instalado un pequeño estanco donde los
chicos compran golosinas, cartulinas y demás, y los maestros su paquete de
cigarrillos”. Yo todavía no fumaba, me eché a perder en el cuartel.
Ante la falta de teléfono expresaba: “Es éste un problema acuciante.
Creo que con un poco más de voluntad por parte de quien corresponda, se podrá
poner un teléfono en el colegio, pues en La Verdellada lo tienen y al principio
de curso no. Esto está redactado en diciembre. Si de aquí a final de curso se
instala, ya lo expondré”. [Aclaro posteriormente que lo colocaron el 20 de
marzo de 1972].
Si alguien revisó la memoria en cuestión –y he de pensar que
sí–, no debió tomar estos apuntes contestatarios como actos de rebeldía ante el
poder establecido (Franco seguía vivito y coleando), sino como simples deseos
de mejora (son constantes las quejas por escasez de material didáctico:
constituyó un acontecimiento la llegada del primer retroproyector –enoscopio,
según se mentaba en la época–, que fue montado por José Manuel Barroso Gámez y
un servidor, y luego señalábamos a los maestros las instrucciones de uso).
Concluida la carrera, y comprobado el puesto obtenido en la promoción (muy
buena echadura de docentes, y quien diga la contrario, miente como un bellaco),
entiendo que mimbres había. Y con ellos permanezco, aunque ya viendo los
asuntos desde detrás de la barrera.
Tampoco quisiera pensar, tantas décadas después, que hacía
un llamamiento ante la peculiar manera de Isaac de Vega, director del centro en
aquel entonces, de llevar las riendas del centro. Porque daba la impresión de
que estaba en otro mundo (en su movimiento fetasiano preñado de aislamiento y
soledad). Te cuento dos anécdotas para reforzar su particular manera de enfocar
los asuntos:
Cuando en los recreos le llevábamos algún alumno para que lo
reprendiera ante cualquier acción que se saliera de los cauces normales de
comportamiento, le echaba el brazo por arriba mientras cogía su cuello con la
mano, le daba un par de vueltas al patio sin decirle una palabra y allá cuando
le parecía lo soltaba y santo remedio. Volvía el chico al redil mansito que
daba gusto.
O en los claustros: Acaba de llegar este comunicado del
Ministerio –o del Inspector, o de quien procediese– en el que… Toma, Benito,
léelo tú. Benito Rupérez era el secretario. Era hombre de mínimo desgaste. Lo que
bullía en su cabeza bien lo plasmó en sus libros. En el colegio, desapercibido.
E inadvertido.
Durante el curso rotábamos por los diferentes niveles. Y,
claro, en unos mejor y en otros no tanto. Destaco de manera especial mi
estancia en tercero. Con Jaime García García. Porque me dejaba actuar. Digamos que
íbamos al cincuenta por ciento. Y uno se sentía realizado. Con don Adrián
González, en cuarto, al contrario, apenas corregí alguna libreta. Una clase de
40 alumnos, impensable en la actualidad, con un maestro incombustible, no se
cansaba de explicar. Aunque el alumno, sigo pensando, actuaba más bien poco.
El colmo de la rebeldía la hallo en la reseña de la estancia
de una semana (10 al 15 de enero) en un grupo de 4º nivel del que tuve que hacerme
cargo en solitario por grave enfermedad de la madre del maestro titular, cuyo
nombre omito por razones obvias. Unos apuntes de lo que en la memoria quedó
plasmado:
“Curso éste, en mi modesta opinión, que creo que es malo en
término medio. Leen mal, calculan mal y poseen pocos conocimientos. Estaban,
cuando pasé por allí, muy indisciplinados. No sé si sería por estar yo o porque
el maestro los tiene acostumbrados al chillido, por lo que la desobediencia y
mala educación son patentes. Repito, no sé si siempre es así o que aquella
semana estaban revolucionados”.
Aludo al cambio de táctica, explicar en voz muy baja,
promesas de bajarlos al patio bajo cualquier pretexto, porque “al chico no
puede exigírsele más de lo que puede dar y no podemos pretender que aguante
hora tras hora la disertación del maestro sin poder moverse ni hablar. El chico
ha de actuar, de lo contrario no conseguiremos gran cosa. A las áreas de
dinámica y plástica se les está dando poca importancia en este nivel y el chico
llega a aburrirse […]”.
Y no sigo, que me sale un ensayo. En fin, estimada amiga
Candelaria (en San Benito te conocíamos con otro nombre más familiar), maestra
de 5º nivel (el otro grupo de quinto, femenino, lo tenía Doña Carmen Padilla, maestra
que regentó la unitaria de chicas en El Toscal, Los Realejos, años antes), aula
16, edificio principal (estaba también el pequeño, con menos aulas: 8, por 18
en el grande, y los grupos de 1º y 2º). La relación completa de la distribución
del profesorado se halla en la página 5 del documento. Un día de estos la
transcribiré a los métodos informáticos modernos por si algún interesado la
solicita.
No, no me he olvidado de aquella locura de nombrar a
profesores y situaciones con el título de una obra literaria. Y que dio lugar a
nuestra ciudad de la niebla. Para no extenderme más, unas pinceladas del
listado:
Don Isaac (el director): El humo dormido (Gabriel Miró).
Don Benito (El secretario): El asistente (Pedro Antonio de
Alarcón).
Don Humberto: Gritos de combate (Núñez de Arce).
Don Jaime: ¡Mecachis, qué guapo soy! (Carlos Arniches).
Una clase cualquiera: La doma del niño (Camilo José Cela).
Las vacaciones: La paz dura quince días (García Serrano).
Clase de Toledano: Elogio de la locura (Erasmo de
Rotterdam).
Recreo: La providencia de Dios (Quevedo).
El botiquín: Los polvos de la Madre Celestina (Hartzenbusch).
Llega un inspector: Operación embajada (Joaquín Calvo Sotelo).
Cobra el maestro: Aventuras de una peseta (Julio Camba).
SAN BENITO: LA CIUDAD DE LA NIEBLA (Pío Baroja).
Y a perdonar la calidad de algunas fotografías. No dieron
más de sí. Puede que en una me descubran algo más flaco que ahora. Es que el
Magisterio me engordó. Y el comedor costaba 10 pesetas/día.
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