Sale uno de casa con el coche y aparca en un lugar desde el
que se te brinde la oportunidad de caminar unos kilómetros por un terreno más o
menos llano. Las subidas, pero sobre todo las bajadas, aún me cuestan. Puede
que el clavo no haya hecho todavía cuerpo con el fémur, por lo que la pierna
derecha necesita recorridos más relajados. Dejaré las competiciones para mejor
ocasión. Y cuando crea encontrarme capacitado para enfrentarme al reto de una maratón,
seguiré los doctos consejos de Basilio Labrador, que ya ha dado un par de vueltas
a La Tierra y sigue tan campante.
De los pateos saco en claro, aparte del saludo a los asiduos
por las avenidas del colesterol, que la suciedad abunda. O lo que es lo mismo,
la limpieza brilla por su ausencia. Da lo mismo que transites desde San Nicolás
hasta Los Barros, por el Polígono de San Jerónimo, por La Luz y Las Candias, por
La Zamora y La Montaña o desde la Madre Juana a Icod el Alto. Ya no se trata de
la archiconocida plaga del rabo de gato, sino que los plásticos –inequívoco símbolo
del progreso– se adueñan de nuestros paisajes de un manera vertiginosa. Dada
nuestra escasa afición al reciclaje –mejoramos algo, pero se requiere un mayor
esfuerzo– y como los entendidos nos señalan que se necesitan 500 años para que
un residuo de esas características se degrade, si no tomamos conciencia de que
nos ahogamos en la mierda (perdón, basura) que generamos, como diría un
familiar bien cercano, chiquito porvenir.
Pero donde se requiere, asimismo, una limpieza en
profundidad es en el vasto (y, quizás demasiadas veces, basto) campo de las
redes sociales. Espacio en el que cada cual ha montado su particular campo de
operaciones y entabla batallas sin venir a cuento. Como el norcoreano ese de la
sonrisa permanente, que hasta que no nos haga saltar por los aires no se va a quedar
tranquilo. Le gusta más un botón que a un burro un puñado de millo.
Salvo el enlace automático a este blog, escaso es el uso que
le presto a Facebook y Twitter, únicos adelantos en los que me sumerjo muy de
cuando en vez, o muy de vez en cuando. Pero es curioso cómo se tergiversa la
película en cuanto se entabla la disparidad de criterios en los comentarios. Es
el gran pecado del responsable (administrador) de Desde La Corona (antes
Pepillo y Juanillo) al sostener que en Radio Realejos no se pueden reproducir
los diseños por los que se rige cierta emisora local de televisión cuyo nombre
ya me niego a transcribir. Desde que el artículo ve la luz, comienza a sentirse
aludido hasta el pariente más lejano del colaborador esporádico que pasó por la
nave nodriza para felicitar al amigo del pariente que emigró a Venezuela en la
década de los cuarenta del siglo pasado.
Es urgente que los bien amueblados tomen cartas en el asunto
y elaboren unos manuales en los que se recojan las instrucciones de uso de
tales armas de destrucción masiva. Porque algún iluminado, que ni siquiera sabe
de qué va la película, se lanza a opinar con una ligereza tan digna de untar en
un cacho de pan como la mantequilla de idéntica denominación.
Puede que a Isidro Felipe, tras un ímprobo trabajo
fotográfico para plasmar muy diversas temáticas y variopintos enfoques sociales
(fiestas, tradiciones, paisajes, naturaleza…), tras recorrer mil rincones y
esperar pacientemente el instante adecuado para el disparo, le haya ocurrido
algo parecido cuando publicó una instantánea de la reciente romería de San José
en la que ponía de manifiesto la conveniencia de asistir a tales actos con la
vestimenta apropiada. Me he permitido la licencia de ‘robarle’ otra del mismo
evento festivo y no reproducir la mencionada, no sea que sea peor el remedio
que la enfermedad.
Con qué facilidad le damos la vuelta a la tortilla y desviamos
el enfoque de aquellos que nos atrevemos a publicar algo. De manera altruista se
vuelca mucha gente en sacar a la luz infinidad de aconteceres –y en el campo de
la fotografía podemos disfrutar por estos lares de avezados profesionales–,
hechos que bien merecen ser publicados en otros soportes y quedar como legados
para futuras generaciones, pero que siempre tropiezan con los inconvenientes
económicos, y se les paga con la apostilla fácil, sin contraste de ningún tipo.
Como decía mi padre, para joder la pavana. Y por mucho que se le intente
explicar al discrepante de qué va el asunto, no hay argumento válido que le
haga bajarse del burro. Demandar que se cuente hasta diez antes de lanzarse a
la aventura (o a la piscina sin agua), se antoja misión imposible. Probaremos
hasta cinco, a ver.
Ya sé que nunca llueve a gusto de todos, que es sana la
discrepancia dentro de unos cánones de educación y respeto. No obstante,
entiendo, procede una revisión profunda, un proceso de limpieza permanente. No
todo vale. Aunque cada cual, y nunca mejor en el caso que dejo esbozado, se
retrata como mejor crea conveniente. Qué fácil es valorar alegremente el
quehacer de los demás. Alguno sopla y no le salen botellas, sino una
cristalería completa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario