martes, 19 de septiembre de 2017

Limpieza

Sale uno de casa con el coche y aparca en un lugar desde el que se te brinde la oportunidad de caminar unos kilómetros por un terreno más o menos llano. Las subidas, pero sobre todo las bajadas, aún me cuestan. Puede que el clavo no haya hecho todavía cuerpo con el fémur, por lo que la pierna derecha necesita recorridos más relajados. Dejaré las competiciones para mejor ocasión. Y cuando crea encontrarme capacitado para enfrentarme al reto de una maratón, seguiré los doctos consejos de Basilio Labrador, que ya ha dado un par de vueltas a La Tierra y sigue tan campante.
De los pateos saco en claro, aparte del saludo a los asiduos por las avenidas del colesterol, que la suciedad abunda. O lo que es lo mismo, la limpieza brilla por su ausencia. Da lo mismo que transites desde San Nicolás hasta Los Barros, por el Polígono de San Jerónimo, por La Luz y Las Candias, por La Zamora y La Montaña o desde la Madre Juana a Icod el Alto. Ya no se trata de la archiconocida plaga del rabo de gato, sino que los plásticos –inequívoco símbolo del progreso– se adueñan de nuestros paisajes de un manera vertiginosa. Dada nuestra escasa afición al reciclaje –mejoramos algo, pero se requiere un mayor esfuerzo– y como los entendidos nos señalan que se necesitan 500 años para que un residuo de esas características se degrade, si no tomamos conciencia de que nos ahogamos en la mierda (perdón, basura) que generamos, como diría un familiar bien cercano, chiquito porvenir.
Pero donde se requiere, asimismo, una limpieza en profundidad es en el vasto (y, quizás demasiadas veces, basto) campo de las redes sociales. Espacio en el que cada cual ha montado su particular campo de operaciones y entabla batallas sin venir a cuento. Como el norcoreano ese de la sonrisa permanente, que hasta que no nos haga saltar por los aires no se va a quedar tranquilo. Le gusta más un botón que a un burro un puñado de millo.
Salvo el enlace automático a este blog, escaso es el uso que le presto a Facebook y Twitter, únicos adelantos en los que me sumerjo muy de cuando en vez, o muy de vez en cuando. Pero es curioso cómo se tergiversa la película en cuanto se entabla la disparidad de criterios en los comentarios. Es el gran pecado del responsable (administrador) de Desde La Corona (antes Pepillo y Juanillo) al sostener que en Radio Realejos no se pueden reproducir los diseños por los que se rige cierta emisora local de televisión cuyo nombre ya me niego a transcribir. Desde que el artículo ve la luz, comienza a sentirse aludido hasta el pariente más lejano del colaborador esporádico que pasó por la nave nodriza para felicitar al amigo del pariente que emigró a Venezuela en la década de los cuarenta del siglo pasado.
Es urgente que los bien amueblados tomen cartas en el asunto y elaboren unos manuales en los que se recojan las instrucciones de uso de tales armas de destrucción masiva. Porque algún iluminado, que ni siquiera sabe de qué va la película, se lanza a opinar con una ligereza tan digna de untar en un cacho de pan como la mantequilla de idéntica denominación.
Puede que a Isidro Felipe, tras un ímprobo trabajo fotográfico para plasmar muy diversas temáticas y variopintos enfoques sociales (fiestas, tradiciones, paisajes, naturaleza…), tras recorrer mil rincones y esperar pacientemente el instante adecuado para el disparo, le haya ocurrido algo parecido cuando publicó una instantánea de la reciente romería de San José en la que ponía de manifiesto la conveniencia de asistir a tales actos con la vestimenta apropiada. Me he permitido la licencia de ‘robarle’ otra del mismo evento festivo y no reproducir la mencionada, no sea que sea peor el remedio que la enfermedad.
Con qué facilidad le damos la vuelta a la tortilla y desviamos el enfoque de aquellos que nos atrevemos a publicar algo. De manera altruista se vuelca mucha gente en sacar a la luz infinidad de aconteceres –y en el campo de la fotografía podemos disfrutar por estos lares de avezados profesionales–, hechos que bien merecen ser publicados en otros soportes y quedar como legados para futuras generaciones, pero que siempre tropiezan con los inconvenientes económicos, y se les paga con la apostilla fácil, sin contraste de ningún tipo. Como decía mi padre, para joder la pavana. Y por mucho que se le intente explicar al discrepante de qué va el asunto, no hay argumento válido que le haga bajarse del burro. Demandar que se cuente hasta diez antes de lanzarse a la aventura (o a la piscina sin agua), se antoja misión imposible. Probaremos hasta cinco, a ver.
Ya sé que nunca llueve a gusto de todos, que es sana la discrepancia dentro de unos cánones de educación y respeto. No obstante, entiendo, procede una revisión profunda, un proceso de limpieza permanente. No todo vale. Aunque cada cual, y nunca mejor en el caso que dejo esbozado, se retrata como mejor crea conveniente. Qué fácil es valorar alegremente el quehacer de los demás. Alguno sopla y no le salen botellas, sino una cristalería completa.

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