Cada comienzo de curso, la misma cantinela. Y cuando uno
adquiere la condición de jubilado, cuando la perspectiva del pasado –aunque no
tan lejano– le concede cierta ventaja, se pregunta cómo se ha obrado el
milagro, qué ha hecho posible que uno se halle aquí, tecleando unas letras ante
este maravilloso invento, sin mayores impedimentos físicos y mentales.
Echo la vista atrás –ahora con más frecuencia por razones
meramente sentimentales– y me remonto a la época en la que iba desde mi casa en
El Bosque (una de las tantas de los medianeros de la finca de La Gorvorana)
hasta aquel salón en La Longuera (junto a la Casa Alta de toda la vida), donde
hoy marcamos la linde con La Puntilla, en el que se ubicaba la escuela que
regentaba don Andrés Carballo Real. A la que mi padre me llevó un buen día por
la mañana y desde aquella misma tarde ya hube de buscarme la vida para acudir
todas las jornadas lectivas. Bueno, la verdad, esto de lectivas lo aprendí
mucho más tarde. Iba y venía, y punto. Ahora los llevamos en coche, aunque ya
se hayan echado novia. Ejemplo: Nazaret y Pérez Zamora cada mañana.
Aprendí. Aprendimos. Todos. Derechitos como velas. Sin mayores
traumas (hombre, algún cogotazo y un par de reglazos eran medicina frecuente) ni
psicólogos que te sacaran de los apuros. No supe de chicos (la chicas, en El
Toscal) hiperactivos ni de clases de PT. Practicamos la Educación Física corriendo
como descosidos por molleros y caminos de tierra. El Conocimiento del Medio nos
venía dado cada vez que íbamos a coger hierba para los animales de la casa. Las
Nuevas Tecnologías llegaron a casa cuando mi madre compró una radio; yo debía
estar ya en el Colegio San Agustín. La Plástica, mucho más tarde, y se inició
dibujando algún corazón en los árboles (qué atentado) o en los rolos de la
platanera. De la primera gira ya puse en otro post una foto de cuando nos
llevaron al Jardín Botánico y a la Playa de Martiánez. Momento en que la mujer del
maestro nos puso en fila para repartir dos galletas con un trozo de dulce
guayaba. Todavía, cuando rememoro el acontecimiento, siento una sensación muy
agradable en el paladar.
Pasó el tiempo y me hice un hombre. Y como no tenía nada
mejor que hacer, me puse a dar clases. Estas fotografías que ilustran el post
de hoy (a perdonar la escasísima calidad) pertenecen el primer grupo de alumnos
que tuve cuando desde San Antonio (La Orotava) –buenos años también en la
barriada, donde viví una buena temporada– pedí traslado a La Longuera (Los Realejos):
curso 1980-1981. Fue una buena hornada, un magnífico colectivo con el que
disfruté de primero a quinto de EGB. Mil anécdotas jalonan esa etapa docente. Y
aunque habían transcurrido un poco más de dos décadas de cuando yo adquirí mis
primeras nociones escolares, seguíamos con lo que ahora se denominarían graves
carencias: ni gabinetes multidisciplinares, ni aulas específicas, ni
laboratorios, ni gimnasios. Lápiz, bolígrafo, goma, libreta y contados libros. Y
un salón en la carretera, como la época de un servidor. Pero enormes dosis de
voluntad en el seno de familias implicadas.
Cuando llegaba septiembre y la rutina del trabajo regresaba,
no conocí grandes agobios. Ni alumnos que lloraran porque a la vuelta un corazón
malherido le provocaba escozores, le causaba desazones. Tenían premio, eso sí.
De vez en cuando –muy de vez en cuando, no te vayas a entusiasmar– nos íbamos a
conocer mundo: La Fajana, Los Roques, La Montaña, La Corona… Sin protocolos de ningún tipo. Un recado a los
padres, y a caminar. Alguna caída, sí, soplar, un chorrito de agua y a correr de
nuevo. Una bolsa para el bocadillo y ganas entusiásticas a raudales.
¿Cómo sobrevivimos? ¿Cómo escapé de penas de cárcel? Para
remate, una vez finalizada la etapa que se cursaba en el barrio, antes de
trasladarse al Agustín Espinosa a estudiar la segunda etapa (solo fueron sexto
y séptimo, porque en octavo ya comenzó a funcionar el flamante colegio, el
actual), nos fuimos de viaje de fin de curso a La Gomera. Y regresamos sanos y
salvos. Sin médicos, profesores de apoyo, psicopedagogos ni ocho cuartos.
Nacieron en 1974. Van cumpliendo 43 en este 2017. Muchos de
ellos son ahora amigos en esta red social de Facebook. Porque no tengo WhatsApp,
que si no. Los sigo felicitando cuando su perfil me lo permite. A pesar de las
distancias, seguimos en contacto. Nos llevamos bien. Mejor, muy bien.
Cuando septiembre asoma en el calendario (antes, almanaque),
surge nueva problemática. El desembolso económico (la labor de las asociaciones
de finales de los setenta y principio de los ochenta merece un estudio en
profundidad y un monumento más grande que los dos Roques juntos, incluyan La
Pata), el síndrome posvacacional, la conveniencia, o no, de la siesta, de cuál
es el momento adecuado para aprender a leer y de todo lo que diga la tele.
Y pienso, con inusitada frecuencia, que con todas las taras
adquiridas en los años de curro, con todos los fallos no diagnosticados y mucho
menos tratados, si aquí estamos contándolo es que se ha obrado un milagro.
Un saludo don Jesús siempre lo llame así y perdone si cometo alguna falta de ortografía creo que nunca olvidaré aquellos años fueron increíbles muchas gracias por la parte que le toca un abrazo
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