miércoles, 13 de septiembre de 2017

Un milagro

Cada comienzo de curso, la misma cantinela. Y cuando uno adquiere la condición de jubilado, cuando la perspectiva del pasado –aunque no tan lejano– le concede cierta ventaja, se pregunta cómo se ha obrado el milagro, qué ha hecho posible que uno se halle aquí, tecleando unas letras ante este maravilloso invento, sin mayores impedimentos físicos y mentales.
Echo la vista atrás –ahora con más frecuencia por razones meramente sentimentales– y me remonto a la época en la que iba desde mi casa en El Bosque (una de las tantas de los medianeros de la finca de La Gorvorana) hasta aquel salón en La Longuera (junto a la Casa Alta de toda la vida), donde hoy marcamos la linde con La Puntilla, en el que se ubicaba la escuela que regentaba don Andrés Carballo Real. A la que mi padre me llevó un buen día por la mañana y desde aquella misma tarde ya hube de buscarme la vida para acudir todas las jornadas lectivas. Bueno, la verdad, esto de lectivas lo aprendí mucho más tarde. Iba y venía, y punto. Ahora los llevamos en coche, aunque ya se hayan echado novia. Ejemplo: Nazaret y Pérez Zamora cada mañana.
Aprendí. Aprendimos. Todos. Derechitos como velas. Sin mayores traumas (hombre, algún cogotazo y un par de reglazos eran medicina frecuente) ni psicólogos que te sacaran de los apuros. No supe de chicos (la chicas, en El Toscal) hiperactivos ni de clases de PT. Practicamos la Educación Física corriendo como descosidos por molleros y caminos de tierra. El Conocimiento del Medio nos venía dado cada vez que íbamos a coger hierba para los animales de la casa. Las Nuevas Tecnologías llegaron a casa cuando mi madre compró una radio; yo debía estar ya en el Colegio San Agustín. La Plástica, mucho más tarde, y se inició dibujando algún corazón en los árboles (qué atentado) o en los rolos de la platanera. De la primera gira ya puse en otro post una foto de cuando nos llevaron al Jardín Botánico y a la Playa de Martiánez. Momento en que la mujer del maestro nos puso en fila para repartir dos galletas con un trozo de dulce guayaba. Todavía, cuando rememoro el acontecimiento, siento una sensación muy agradable en el paladar.
Pasó el tiempo y me hice un hombre. Y como no tenía nada mejor que hacer, me puse a dar clases. Estas fotografías que ilustran el post de hoy (a perdonar la escasísima calidad) pertenecen el primer grupo de alumnos que tuve cuando desde San Antonio (La Orotava) –buenos años también en la barriada, donde viví una buena temporada– pedí traslado a La Longuera (Los Realejos): curso 1980-1981. Fue una buena hornada, un magnífico colectivo con el que disfruté de primero a quinto de EGB. Mil anécdotas jalonan esa etapa docente. Y aunque habían transcurrido un poco más de dos décadas de cuando yo adquirí mis primeras nociones escolares, seguíamos con lo que ahora se denominarían graves carencias: ni gabinetes multidisciplinares, ni aulas específicas, ni laboratorios, ni gimnasios. Lápiz, bolígrafo, goma, libreta y contados libros. Y un salón en la carretera, como la época de un servidor. Pero enormes dosis de voluntad en el seno de familias implicadas.
Cuando llegaba septiembre y la rutina del trabajo regresaba, no conocí grandes agobios. Ni alumnos que lloraran porque a la vuelta un corazón malherido le provocaba escozores, le causaba desazones. Tenían premio, eso sí. De vez en cuando –muy de vez en cuando, no te vayas a entusiasmar– nos íbamos a conocer mundo: La Fajana, Los Roques, La Montaña, La Corona… Sin  protocolos de ningún tipo. Un recado a los padres, y a caminar. Alguna caída, sí, soplar, un chorrito de agua y a correr de nuevo. Una bolsa para el bocadillo y ganas entusiásticas a raudales.
¿Cómo sobrevivimos? ¿Cómo escapé de penas de cárcel? Para remate, una vez finalizada la etapa que se cursaba en el barrio, antes de trasladarse al Agustín Espinosa a estudiar la segunda etapa (solo fueron sexto y séptimo, porque en octavo ya comenzó a funcionar el flamante colegio, el actual), nos fuimos de viaje de fin de curso a La Gomera. Y regresamos sanos y salvos. Sin médicos, profesores de apoyo, psicopedagogos ni ocho cuartos.
Nacieron en 1974. Van cumpliendo 43 en este 2017. Muchos de ellos son ahora amigos en esta red social de Facebook. Porque no tengo WhatsApp, que si no. Los sigo felicitando cuando su perfil me lo permite. A pesar de las distancias, seguimos en contacto. Nos llevamos bien. Mejor, muy bien.
Cuando septiembre asoma en el calendario (antes, almanaque), surge nueva problemática. El desembolso económico (la labor de las asociaciones de finales de los setenta y principio de los ochenta merece un estudio en profundidad y un monumento más grande que los dos Roques juntos, incluyan La Pata), el síndrome posvacacional, la conveniencia, o no, de la siesta, de cuál es el momento adecuado para aprender a leer y de todo lo que diga la tele.
Y pienso, con inusitada frecuencia, que con todas las taras adquiridas en los años de curro, con todos los fallos no diagnosticados y mucho menos tratados, si aquí estamos contándolo es que se ha obrado un milagro.

1 comentario:

  1. Un saludo don Jesús siempre lo llame así y perdone si cometo alguna falta de ortografía creo que nunca olvidaré aquellos años fueron increíbles muchas gracias por la parte que le toca un abrazo

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