martes, 3 de octubre de 2017

La isla de los monos

Tras el ímprobo y denodado esfuerzo para redactar el artículo de ayer y ahora que se ha puesto de moda el verbo implementar (poner en funcionamiento o aplicar métodos o medidas para llevar algo a cabo─ no quise para este caer en idéntico error. Por lo que utilicé el procedimiento habitual y me senté ante el teclado, sin aspavientos, sin necesidad de recurrir a tácticas o artimañas conducentes a resolver los grandes enigmas de la humanidad. Es decir, no me implementé. Arráyate un millo, bobo tieso.
Pensé, pero se me pasó rápido, que el día después del día después bien merecía otro planteamiento. Menor disquisición para que el desgaste de axón (o neurita) no provocara una enervación de trágicas consecuencias en el microcircuito neuronal. Que no me rompiera el coco (o comiera o comiese el tarro), para mejor entendernos o compenetrarnos.
Todo ello después de la ojeada a eso que hemos convenido en denominar redes sociales, que según dicen los entendidos (crecen como setas últimamente, y de principios de mes para acá, ni te cuento) es una estructura compuesta por un conjunto de actores que están relacionados de acuerdo a algún criterio. Y aquí se me llenó la talega. Porque si algo falla en el cara de libro y en el gorjeo es la conexión. La disparidad de juicios –lo que no supone un hándicap de antemano, más bien todo lo contrario─ es tal en el argumentario de cada cual que sería conveniente una redefinición conceptual.
Orgullosos los unos y los otros. ¿De qué? Una imagen vale más que mil palabras. No siempre en cualquier circunstancia. Pégame, pero flojito. Dispárame millares de balas de algodón. ¿Fracaso democrático? Será mi última legislatura. Decires, paremias. ¿Vínculos? Fuera ataduras, parentescos, sujeciones. Exaltemos ánimos, privemos juicios.
Bajemos en chanclas el barranco de Masca. ¿Provocadores? ¿Irracionales, absurdos, surrealistas? Puede. Como el parking de Realejo Alto. Desazón, tormento y desesperanza. En esto la luz se hizo y… quién dijo miedo habiendo hospitales.
Aquí estoy de nuevo. Un cortado descafeinado, un par de rosquetes de El Jardín y vuelta a la cordura. O quizás.
Atisbo una solución después de pasarme el pasado domingo en Las Abiertas, desconectado, con la bruma posmiando y cuidando nietos. Vulgar copia el subterfugio, soy consciente.
Habilitemos otro isla de monos. A imagen y semejanza de la existente en las orillas del Amazonas, allá en su recorrido peruano: un santuario para primates maltratados. Porque no pienses que con tal nombre solo conocemos al conjunto de aquellos seres que guardan parecido con los más visitados en cualquier zoológico (por algo será). También es primate el personaje distinguido: un prócer. Como cualquier presidente de gobierno (cualquiera), ni más ni menos.
Ubicados todos ellos en tan paradisíaco lugar, procede no molestarlos (prohibidas las audiencias) durante un periodo de tiempo no inferior a un año, aunque tampoco superior a dos. Abusos, los justos, que no todos vamos a ser iguales. El espacio tendrá parcelados unos terrenos, a modo de huertos urbanos, donde el personal –símil puro y duro– podrá cultivar lo que buenamente entienda conveniente para el acopio vitamínico.
Libertad absoluta. Contacto nulo con el mundo exterior. Conviene no olvidar que las hectáreas disponibles se hallarán rodeadas por un canal de un par de centenares de metros de ancho y habitadas única y exclusivamente por animales del género pygocentrus (pirañas de vientre rojo). Entera disponibilidad para hacer el mono las veinticuatro horas del día: subirse a los árboles, emitir chillidos y risas sin ton ni son, manía compulsiva del despioje, darse golpes en el pecho y algunas otras relacionadas con el sexo (que se guardarán para los ratos de intimidad en el supuesto de que antes no hayan talado, a mordiscos, la vegetación para construir un hemiciclo).
A los 182 días (183 de ser el segundo semestre del año) girará visita de inspección la guardia civil, por ser la fuerza que mejor se mimetiza con el entorno de la Loca Tania, en recuerdo de cierta chimpancé que perdió la chaveta a causa de unos amores prohibidos. Pasará a los allí residenciados un sencillo test (respuestas orales) que valorará, con una fiabilidad del 100% (o más), el grado de adaptación a un modo de supervivencia no sujeto a leche de ubre alguna (salvo secretos inconfesables en los posibles instantes de desahogo en las zonas habilitadas para los ratos de intimidad antes aludidos) y el grado de autosuficiencia adquirido para el hipotético desarrollo vital en un ambiente hostil. Siempre, claro está, en la improbable disyuntiva de haber superado la dura prueba sin asesores, plasmas o cartabones y previo pago de cincuenta euros (o el equivalente en la moneda del país en cuestión)…
¿No íbamos al parque con los menudos? Mi mujer da el toque de atención. Creo que me había embelesado (en canario, irse el santo al cielo un fisquito) y me imaginé otro huerto en el que se podrían recluir… Déjalo, aunque ganitas te sobren.
Y la nota final del desenredo: Que te la aclaren los intelectualoides. Hasta allí, o más, me tienen.

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