miércoles, 4 de octubre de 2017

Que se vayan

Fue en el ya lejano verano de 1962 cuando a este pobre platanero (de La Gorvorana) lo sacaron de sus tareas habituales durante el estío (trabajar en la finca, comida de los animales e ir alguna tarde, muy de tarde en tarde, y acompañado, a la playa de Los Roques) y lo llevaron a La Gomera. A un campamento de la OJE, en El Cedro. Sin saber lo que significaba esa organización y sin haber pisado jamás el local que se hallaba situado donde hoy se encuentra la Casa de la Cultura. Pero como faltaba uno, don Rodrigo, el médico, habló con mi padre y para allá nos embarcaron. Puede que haya influido el que ya llevaba un tiempo asistiendo al Colegio San Agustín, como uno más de los que fuimos rescatados de las escuelas para seguir ampliando el bagaje cultural en aquel bachillerato de seis cursos y dos reválidas. El cómo superamos tan duros trances en periodo vital de semejante trascendencia, sigue siendo terrible interrogante en estos tiempos en los que la modernidad nos ha vuelto medio estúpidos (tentado estuve de escribir gilipollas).
En el zaguán de la Casona de la Gorvorana (en aquel entonces empedrado y con una elegante tremenda puerta de tea), residencia de varias familias (medianeros en la finca), recuerdo a mi madre llorar desconsoladamente cuando apareció el coche de Dámaso que nos llevaría a Santa Cruz junto a los otros cinco intrépidos. “Déjalo, coño, que se haga un hombre”, fue la despedida del progenitor.
Años después, un grupo de amigos del barrio compuesto por Carmelo, Lolo (q.e.p.d.), José Manuel, Miguel Ángel, Juan Felipe y un servidor, tras reunir unas miles de pesetas mediante una cuota semanal de cinco duros y algunas rifas de las que apenas vendíamos unos pocos números, se sube a bordo del elegante navío de la fotografía para ir a patear La Palma. Este ‘Santa’, junto, creo recordar a otros dos (de las Nieves y del Pino), vino a sustituir a los ‘negros’ (uno de ellos, La Palma, fue el que me revolvió hasta la bilis en mi bautizo marinero), y con toda la razón del mundo fueron conocidos como auténticas cáscaras de nuez. Era tan insignificante su calado que cuando superaban una ola daba la impresión de que su hélice quedaba al aire. Como cuando los coches patinan, para captar la sensación.
La inveterada costumbre de anotar algunas reseñas en cada viaje ha supuesto el acopio de notas manuscritas o mecanografiadas a las que de vez en cuando, como ahora mismo, echo una visual para rememorar momentos felices de épocas difíciles. De las que escapamos con escasos medios (educativos, sanitarios, de transporte, económicos, sociales…) y en las que suplíamos carencias con ingenio y habilidad.
Salimos de El Toscal a las seis de la tarde del sábado 29 de julio de 1967, guagua de La Dehesa, para en El Puerto tomar otra rumbo a Santa Cruz. El Santa María de la Caridad partía hacia la capital palmera a las diez de la noche. Con la perspectiva actual podría deducirse que éramos muy previsores. Pero se vienen los cálculos por tierra al instante de borrar la autopista del trazado y sustituir la moderna flota de Titsa por aquellas rojas que lucían un curioso manojo de banderas en la parte alta de su frontal durante las fiestas principales de los pueblos.
“Compramos allá unos rollos fotográficos y nos fuimos para el muelle, donde estaba pescando el tío de Juan Felipe, que tenía un sargo”. Ya había hecho acto de presencia la Kodak Instamatic (aquella que se le incorporaba un flash giratorio con cuatro lámparas que daban para cuatro disparos y chamuscadas para siempre). Todo un adelanto tecnológico para quienes conocíamos un poco de rolos, bellotas y badanas. Y de cómo se aprovechaba lo que la naturaleza nos brindaba hasta el punto que no había recogida domiciliaria de basura y el mundo estaba mucho más limpio que cuando el progreso surgió de improviso.
“Barco muy ligero y movible, con camarotes separados de tres butacas, malísimos. Vimos el Norte de Tenerife, sobre todo la Urbanización Los Ángeles, de El Sauzal, y el Puerto de la Cruz. Bueno, algunos lo vimos, porque otros permanecían muriéndose abajo, como uno que me pidió una bolsa de mareo y cuando se la fui a dar estaba con aquello en las manos”. Tal cual escrito está. Cuando al año siguiente continuamos la aventura en Lanzarote y Gran Canaria, Carmelo persistía con la manía de cambiar de color (más amarillo que un gufo, se estilaba) sin que el barco hubiese traspasado la punta del muelle.
Como no se trata de relatar hazañas y peripecias de la juventud, y para no dejarte en ascuas sobre el titular, que tú relacionaste  ̶ ay, el subconsciente ̶  con acontecimientos de ahora mismo, contarte que pusimos la pata en el muelle palmero a las seis de la mañana. Y como Lolo debía llevarle un paquete a Pepote, vecino del barrio que se había ido a trabajar en la finca de los Cullen (Oropesa, Barlovento), por el camino que baja al faro de Punta Cumplida, allá nos fuimos todos en la guagua. 40 kilómetros y 25 pesetas por cabeza. La comida de piñas de millo que allí disfrutamos aún me produce cosquillas en el estómago. Madre, mía, qué delicia.
Tras toda una jornada por aquellos parajes, tras dormir en la propia casa del dueño de la finca después de una cena con papas guisadas y unas sardinas con mojo verde (parece que estoy viendo aquella mesa), tras un abundante desayuno, recuerdo con nitidez que el anfitrión al despedirnos a la mañana siguiente, orgulloso de haber atendido a unos paisanos, y ante el ruego de su mujer para que nos quedáramos otro día, sentenció:
“Que se vayan, pero jartos”.
Cuando sea rico publicaré unos cuantos libros más. Material existe. Con respecto a lo que cavilaste al principio relacionado con el “que se vayan”, creo que tienes razón. Estoy contigo. Y menudo dilema para explicar a mis nietos, ayer todos en casa, lo que significa anarquía. Porque ellos, a pesar de tan corta edad, hacen preguntas coherentes ante comportamientos adultos incomprensibles.

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