Fue en el ya lejano verano de 1962 cuando a este pobre platanero
(de La Gorvorana) lo sacaron de sus tareas habituales durante el estío (trabajar
en la finca, comida de los animales e ir alguna tarde, muy de tarde en tarde, y
acompañado, a la playa de Los Roques) y lo llevaron a La Gomera. A un
campamento de la OJE, en El Cedro. Sin saber lo que significaba esa
organización y sin haber pisado jamás el local que se hallaba situado donde hoy
se encuentra la Casa de la Cultura. Pero como faltaba uno, don Rodrigo, el
médico, habló con mi padre y para allá nos embarcaron. Puede que haya influido
el que ya llevaba un tiempo asistiendo al Colegio San Agustín, como uno más de
los que fuimos rescatados de las escuelas para seguir ampliando el bagaje
cultural en aquel bachillerato de seis cursos y dos reválidas. El cómo
superamos tan duros trances en periodo vital de semejante trascendencia, sigue
siendo terrible interrogante en estos tiempos en los que la modernidad nos ha
vuelto medio estúpidos (tentado estuve de escribir gilipollas).
En el zaguán de la Casona de la Gorvorana (en aquel entonces
empedrado y con una elegante tremenda puerta de tea), residencia de varias
familias (medianeros en la finca), recuerdo a mi madre llorar desconsoladamente
cuando apareció el coche de Dámaso que nos llevaría a Santa Cruz junto a los
otros cinco intrépidos. “Déjalo, coño, que se haga un hombre”, fue la despedida
del progenitor.
Años después, un grupo de amigos del barrio compuesto por
Carmelo, Lolo (q.e.p.d.), José Manuel, Miguel Ángel, Juan Felipe y un servidor,
tras reunir unas miles de pesetas mediante una cuota semanal de cinco duros y
algunas rifas de las que apenas vendíamos unos pocos números, se sube a bordo
del elegante navío de la fotografía para ir a patear La Palma. Este ‘Santa’,
junto, creo recordar a otros dos (de las Nieves y del Pino), vino a sustituir a
los ‘negros’ (uno de ellos, La Palma, fue el que me revolvió hasta la bilis en mi
bautizo marinero), y con toda la razón del mundo fueron conocidos como
auténticas cáscaras de nuez. Era tan insignificante su calado que cuando
superaban una ola daba la impresión de que su hélice quedaba al aire. Como
cuando los coches patinan, para captar la sensación.
La inveterada costumbre de anotar algunas reseñas en cada
viaje ha supuesto el acopio de notas manuscritas o mecanografiadas a las que de
vez en cuando, como ahora mismo, echo una visual para rememorar momentos
felices de épocas difíciles. De las que escapamos con escasos medios (educativos,
sanitarios, de transporte, económicos, sociales…) y en las que suplíamos
carencias con ingenio y habilidad.
Salimos de El Toscal a las seis de la tarde del sábado 29 de
julio de 1967, guagua de La Dehesa, para en El Puerto tomar otra rumbo a Santa
Cruz. El Santa María de la Caridad partía hacia la capital palmera a las diez de
la noche. Con la perspectiva actual podría deducirse que éramos muy previsores.
Pero se vienen los cálculos por tierra al instante de borrar la autopista del
trazado y sustituir la moderna flota de Titsa por aquellas rojas que lucían un
curioso manojo de banderas en la parte alta de su frontal durante las fiestas
principales de los pueblos.
“Compramos allá unos rollos fotográficos y nos fuimos para
el muelle, donde estaba pescando el tío de Juan Felipe, que tenía un sargo”. Ya
había hecho acto de presencia la Kodak Instamatic (aquella que se le
incorporaba un flash giratorio con cuatro lámparas que daban para cuatro
disparos y chamuscadas para siempre). Todo un adelanto tecnológico para quienes
conocíamos un poco de rolos, bellotas y badanas. Y de cómo se aprovechaba lo
que la naturaleza nos brindaba hasta el punto que no había recogida
domiciliaria de basura y el mundo estaba mucho más limpio que cuando el
progreso surgió de improviso.
“Barco muy ligero y movible, con camarotes separados de tres
butacas, malísimos. Vimos el Norte de Tenerife, sobre todo la Urbanización Los
Ángeles, de El Sauzal, y el Puerto de la Cruz. Bueno, algunos lo vimos, porque
otros permanecían muriéndose abajo, como uno que me pidió una bolsa de mareo y
cuando se la fui a dar estaba con aquello en las manos”. Tal cual escrito está.
Cuando al año siguiente continuamos la aventura en Lanzarote y Gran Canaria,
Carmelo persistía con la manía de cambiar de color (más amarillo que un gufo,
se estilaba) sin que el barco hubiese traspasado la punta del muelle.
Como no se trata de relatar hazañas y peripecias de la
juventud, y para no dejarte en ascuas sobre el titular, que tú relacionaste ̶ ay,
el subconsciente ̶ con acontecimientos de ahora mismo, contarte
que pusimos la pata en el muelle palmero a las seis de la mañana. Y como Lolo
debía llevarle un paquete a Pepote, vecino del barrio que se había ido a trabajar
en la finca de los Cullen (Oropesa, Barlovento), por el camino que baja al faro
de Punta Cumplida, allá nos fuimos todos en la guagua. 40 kilómetros y 25
pesetas por cabeza. La comida de piñas de millo que allí disfrutamos aún me
produce cosquillas en el estómago. Madre, mía, qué delicia.
Tras toda una jornada por aquellos parajes, tras dormir en
la propia casa del dueño de la finca después de una cena con papas guisadas y
unas sardinas con mojo verde (parece que estoy viendo aquella mesa), tras un abundante
desayuno, recuerdo con nitidez que el anfitrión al despedirnos a la mañana
siguiente, orgulloso de haber atendido a unos paisanos, y ante el ruego de su mujer
para que nos quedáramos otro día, sentenció:
“Que se vayan, pero jartos”.
…
Cuando sea rico publicaré unos cuantos libros más. Material
existe. Con respecto a lo que cavilaste al principio relacionado con el “que se
vayan”, creo que tienes razón. Estoy contigo. Y menudo dilema para explicar a
mis nietos, ayer todos en casa, lo que significa anarquía. Porque ellos, a
pesar de tan corta edad, hacen preguntas coherentes ante comportamientos
adultos incomprensibles.
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