Vuelven a bajar turbias las aguas por los barrancos políticos
canarios. Otro intento de reforma de la ley electoral sacude los cimientos
convivenciales. Se nos llena la boca de patriotismo canario (por delante) y nos
damos tortas a las primeras de cambio (por delante también). Cada formación
política, o grupo parlamentario, no disimula un ápice a la hora de mostrar numantina
defensa de sus intereses partidistas. Se les importa bien poco eso que proclaman
cada instante acerca del amparo a ultranza del bienestar ciudadano. Cada cual
acota su chiringuito y pone vallas electrificadas para que sus dominios no se
vean invadidos por los perversos enemigos.
Qué difícil se torna el camino para los cargos ¿públicos? cuando
toca mostrarse de acuerdo con necesidades urgentes en isla diferente a la suya.
Se les llena la boca de canariedad y en lo más profundo de su ser subyace el
insularismo más repugnante. No ven más allá de sus narices. Viven
permanentemente encerrados en su mundo virtual y se protegen con barnices que
se solidifican con pasmosa facilidad.
Imaginemos el ayuntamiento realejero. Donde una corporación
formada por veintiuna personas deben velar por los intereses de todos y cada
uno de los que conformamos el padrón de habitantes. Y si un concejal
domiciliado en La Longuera, por ejemplo, no es capaz de comprender que en La
Cruz del Castaño existen demandas más perentorias, flaco favor está haciendo al
pueblo.
A los políticos que sientan sus posaderas en el salón de
Teobaldo Power habría que hacerles un test previo. Para que demostraran que
aunque somos siete sobre el mismo mar, deben sentir un latir con un solo pulso.
¿O eso solo ocurre en Navidad? Falsos e hipócritas.
Nadie soy para arrogarme entenderes ajenos. Pero un servidor
–y me temo que esta opinión es ampliamente reconocida– está harto de los
chantajes de los representantes de gomeros y herreños. Los primeros, con buen
maestro a la cabeza, llevan una racha de inyecciones económicas, con importantes
cantidades que a lo largo de décadas se han despilfarrado en proyectos de
dudosa rentabilidad. Y como no quiero repetirme, dense una vuelta por allá y
contemplen obras que se estallan de risa. Y los otros, con la canción de me
quedo, me voy, te acompaño, te dejo solo, nos sentimos liberados. Me estoy
refiriendo, claro, a la ASG y a la AHI.
Aunque abogo por un sistema de circunscripción regional,
dadas nuestras especiales características de territorio insular, y partiendo de
que todo peñasco debe estar representado (esperemos que nos se nos cree un conflicto en La Graciosa), partamos de la
premisa de que cada isla tenga 3 representantes en el Parlamento: 21 en total. Y
como no comparto –y somos tantos y tantos– que sea demagógico el planteamiento
de que con setenta (es que en otras comunidades hay más; ¿y qué, carajo?;
prediquen por una vez con el ejemplo) nos va salir un pastón (no solo está en
juego más sueldos y otras prebendas, sino las obras que se deberán acometer en
el actual edificio, salvo que a los diez nuevos los cuelguen… del techo, como
las lámparas, aunque alumbren mucho menos), estimo que con cincuenta (nivel
inferior de la horquilla del actual estatuto) va que chuta. Esos 29 restantes
saldrían de una lista regional y el número 1 de cada una, candidato a la
presidencia.
Esa reducción, también económica, supondría que los partidos
se esmerarían en la confección equilibrada de sus candidaturas y en colocar
gente capacitada para legislar con equidad. Y se demostraría que Canarias no
son siete burros amarrados en la inmensidad del Atlántico y cada uno tira para
su montoncito de alfalfa. Dicho con todo respeto para los cuadrúpedos.
Y una consideración final. Qué facilidad para apuntarse al incremento.
Incluso los que llegaron el otro día dispuestos a cambiar el estatus de la
casta.
Ya sé que ni puñetero caso, pero aun así, feliz fin de
semana.
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