viernes, 19 de enero de 2018

Reforma electoral

Vuelven a bajar turbias las aguas por los barrancos políticos canarios. Otro intento de reforma de la ley electoral sacude los cimientos convivenciales. Se nos llena la boca de patriotismo canario (por delante) y nos damos tortas a las primeras de cambio (por delante también). Cada formación política, o grupo parlamentario, no disimula un ápice a la hora de mostrar numantina defensa de sus intereses partidistas. Se les importa bien poco eso que proclaman cada instante acerca del amparo a ultranza del bienestar ciudadano. Cada cual acota su chiringuito y pone vallas electrificadas para que sus dominios no se vean invadidos por los perversos enemigos.
Qué difícil se torna el camino para los cargos ¿públicos? cuando toca mostrarse de acuerdo con necesidades urgentes en isla diferente a la suya. Se les llena la boca de canariedad y en lo más profundo de su ser subyace el insularismo más repugnante. No ven más allá de sus narices. Viven permanentemente encerrados en su mundo virtual y se protegen con barnices que se solidifican con pasmosa facilidad.
Imaginemos el ayuntamiento realejero. Donde una corporación formada por veintiuna personas deben velar por los intereses de todos y cada uno de los que conformamos el padrón de habitantes. Y si un concejal domiciliado en La Longuera, por ejemplo, no es capaz de comprender que en La Cruz del Castaño existen demandas más perentorias, flaco favor está haciendo al pueblo.
A los políticos que sientan sus posaderas en el salón de Teobaldo Power habría que hacerles un test previo. Para que demostraran que aunque somos siete sobre el mismo mar, deben sentir un latir con un solo pulso. ¿O eso solo ocurre en Navidad? Falsos e hipócritas.
Nadie soy para arrogarme entenderes ajenos. Pero un servidor –y me temo que esta opinión es ampliamente reconocida– está harto de los chantajes de los representantes de gomeros y herreños. Los primeros, con buen maestro a la cabeza, llevan una racha de inyecciones económicas, con importantes cantidades que a lo largo de décadas se han despilfarrado en proyectos de dudosa rentabilidad. Y como no quiero repetirme, dense una vuelta por allá y contemplen obras que se estallan de risa. Y los otros, con la canción de me quedo, me voy, te acompaño, te dejo solo, nos sentimos liberados. Me estoy refiriendo, claro, a la ASG y a la AHI.
Aunque abogo por un sistema de circunscripción regional, dadas nuestras especiales características de territorio insular, y partiendo de que todo peñasco debe estar representado (esperemos que nos se nos cree un  conflicto en La Graciosa), partamos de la premisa de que cada isla tenga 3 representantes en el Parlamento: 21 en total. Y como no comparto –y somos tantos y tantos– que sea demagógico el planteamiento de que con setenta (es que en otras comunidades hay más; ¿y qué, carajo?; prediquen por una vez con el ejemplo) nos va salir un pastón (no solo está en juego más sueldos y otras prebendas, sino las obras que se deberán acometer en el actual edificio, salvo que a los diez nuevos los cuelguen… del techo, como las lámparas, aunque alumbren mucho menos), estimo que con cincuenta (nivel inferior de la horquilla del actual estatuto) va que chuta. Esos 29 restantes saldrían de una lista regional y el número 1 de cada una, candidato a la presidencia.
Esa reducción, también económica, supondría que los partidos se esmerarían en la confección equilibrada de sus candidaturas y en colocar gente capacitada para legislar con equidad. Y se demostraría que Canarias no son siete burros amarrados en la inmensidad del Atlántico y cada uno tira para su montoncito de alfalfa. Dicho con todo respeto para los cuadrúpedos.
Y una consideración final. Qué facilidad para apuntarse al incremento. Incluso los que llegaron el otro día dispuestos a cambiar el estatus de la casta.
Ya sé que ni puñetero caso, pero aun así, feliz fin de semana.

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