Ayer bajé al Centro Médico Tucán por la mañana. Ya saben que
uno debe ir a repetir. Como Muface aún no ha establecido el protocolo con las
entidades privadas concertadas, que ya disfrutan los adscritos a la seguridad social,
para que nos matriculen en la denominada receta electrónica, ahí vamos cada vez
que las pastillas para la hipertensión van escaseando. Porque la cajita da para
lo que da, y no más. Pero esta vez, además, iba de chófer, pues la señora
acudía a una revisión rutinaria. Por lo que me dio tiempo para caminar un poco
por los alrededores, es decir, sin alejarme más del kilómetro reglamentario, no
fuese que un policía me llamara la atención. Y con toda la razón, aunque
pensaba contestarle que había trasladado mi domicilio temporalmente a la calle Luis
Rodríguez Figueroa (escritor, abogado y político portuense, 1875-1936, autor de
El cacique y fecundo colaborador periodístico, casi siempre bajo el seudónimo
Guillón Barrús), que es en la que se ubica el centro médico antes citado. Pero
como fue cuestión de unos veinte minutos, no más, ninguna incidencia.
Como uno morirá con la inveterada costumbre de observar,
salí del Puerto con la matraquilla de
que las mascarillas –te juro que aún no me he puesto una– están jugando malas
pasadas a sus portadores. Porque los llena de confianza y poco falta para que,
amparados en su auxilio, reiniciemos arrumacos, abrazos y el chocaesoscinco. Asunto que se agrava a
la hora del desembarazo. Porque cualquier lugar parece ser el adecuado par
depositarla. Hasta ahora se llevan las palma parterres y resto de jardines.
Pero te cuento más. Cuando uno sale de un médico, el
siguiente paso es buscar al farmacéutico. En una de las dos boticas en las que
utilicé su aparcamiento –la que entró fue mi mujer– una de las dependientas –no
sé si farmacéutica o auxiliar– entablaba amena charla con dos clientes en la
puerta del establecimiento y solo les faltó el beso de tornillo. Yo no sé, de
verdad, pero creo que el miedo que llevo ya metido en el cuerpo, pasará mucho
tiempo para que se me vaya disipando. Porque tampoco son nada gratificantes las
imágenes que se vislumbran en los informativos de televisión. Nos quejábamos en
los inicios de esta pandemia por la falta de equipamiento para la protección de
los sanitarios y ahora que parece asunto solventado, son los propios implicados
los que me ponen los pelos (los pocos que van quedado) como tachas cada vez que
en numerosos grupos se concentran para aplausos y demás. Debe ser que un
servidor le quedan menos años de vida y desea disfrutarlos lo más
tranquilamente posible. Pero el susto ya lo llevo adherido.
Y ya que estoy, te cuento otra que guarda cierta relación
con el seguro de los funcionarios. O los que fuimos. Cl@ve es un sistema
orientado a unificar y simplificar el acceso electrónico de los ciudadanos a
los servicios públicos. El objetivo principal es que uno pueda identificarse
ante la Administración mediante una clave concertada. Uno de los requisitos (INDISPENSABLE)
para poder darte de alta en este procedimiento es asociar un número de teléfono
móvil. Yo había realizado el examen de ingreso hace varios años mediante la
generosa trampa de poner el de la señora, quien ha dispuesto de telefonía móvil
en casa desde que todos no sumergimos en el mundo de la fotografía, whatsapp,
redes sociales y otros muchos varios. Con lo que podía, por ejemplo, solicitar
los talonarios de recetas a Muface cómodamente sentado ante el ordenador.
La felicidad quedó truncada hace unas semanas con la declaración
de la renta. Que en nuestro caso es conjunta. Y como desconocía lo que me
aclararon después a través de varias consultas a la Agencia Tributaria, al dar
de alta a mi mujer en el sistema (y poner, claro, su número de móvil), me dan de
baja a mí porque es completamente incompatible el compartir el mismo número.
Algo que sí está permitido en la dirección de correo electrónico, para lo que
no existe problema alguno que se utilice el mismo por dos personas. De nada
valieron las pataletas ante quien me atendió.
Creo que ya lo vas entendiendo. Debía buscar un número
exclusivo para el menda. No podía recurrir al de mis hijos, porque también son
funcionarios y lo necesitan igualmente. ¿Qué panorama se brindaba ante mi
futuro inmediato? Entrar por el aro. Y solo para disponer de un maldito número
tuve que comprar un móvil. Tantos años de sacrificio para esto. Pues me temo
que va a quedar en secreto (el número; Jesús, como me repito hoy), pues no
pienso llamar a nadie. Seguiré haciéndome el loco.
Qué extraño, ¿no? Para mí, más. Lo puse encima de la
impresora y hasta miedo (sumado al del coronavirus) me da cogerlo.
Y gracias por la fidelidad. Con lo pocos amigos (pero bien
seleccionados) que tengo aún en la nueva cuenta de Facebook, cuando termino de
redactar estas líneas (seis de la tarde) se sobrepasan largamente los dos
centenares de visitas en la entrada de ayer. Me da que Manolo me inspira.
Espero que lo del móvil les valga a ustedes hoy para vacilarse un rato.
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