jueves, 14 de mayo de 2020

Extrañezas

Ayer bajé al Centro Médico Tucán por la mañana. Ya saben que uno debe ir a repetir. Como Muface aún no ha establecido el protocolo con las entidades privadas concertadas, que ya disfrutan los adscritos a la seguridad social, para que nos matriculen en la denominada receta electrónica, ahí vamos cada vez que las pastillas para la hipertensión van escaseando. Porque la cajita da para lo que da, y no más. Pero esta vez, además, iba de chófer, pues la señora acudía a una revisión rutinaria. Por lo que me dio tiempo para caminar un poco por los alrededores, es decir, sin alejarme más del kilómetro reglamentario, no fuese que un policía me llamara la atención. Y con toda la razón, aunque pensaba contestarle que había trasladado mi domicilio temporalmente a la calle Luis Rodríguez Figueroa (escritor, abogado y político portuense, 1875-1936, autor de El cacique y fecundo colaborador periodístico, casi siempre bajo el seudónimo Guillón Barrús), que es en la que se ubica el centro médico antes citado. Pero como fue cuestión de unos veinte minutos, no más, ninguna incidencia.

Como uno morirá con la inveterada costumbre de observar, salí del Puerto con la matraquilla de que las mascarillas –te juro que aún no me he puesto una– están jugando malas pasadas a sus portadores. Porque los llena de confianza y poco falta para que, amparados en su auxilio, reiniciemos arrumacos, abrazos y el chocaesoscinco. Asunto que se agrava a la hora del desembarazo. Porque cualquier lugar parece ser el adecuado par depositarla. Hasta ahora se llevan las palma parterres y resto de jardines.

Pero te cuento más. Cuando uno sale de un médico, el siguiente paso es buscar al farmacéutico. En una de las dos boticas en las que utilicé su aparcamiento –la que entró fue mi mujer– una de las dependientas –no sé si farmacéutica o auxiliar– entablaba amena charla con dos clientes en la puerta del establecimiento y solo les faltó el beso de tornillo. Yo no sé, de verdad, pero creo que el miedo que llevo ya metido en el cuerpo, pasará mucho tiempo para que se me vaya disipando. Porque tampoco son nada gratificantes las imágenes que se vislumbran en los informativos de televisión. Nos quejábamos en los inicios de esta pandemia por la falta de equipamiento para la protección de los sanitarios y ahora que parece asunto solventado, son los propios implicados los que me ponen los pelos (los pocos que van quedado) como tachas cada vez que en numerosos grupos se concentran para aplausos y demás. Debe ser que un servidor le quedan menos años de vida y desea disfrutarlos lo más tranquilamente posible. Pero el susto ya lo llevo adherido.

Y ya que estoy, te cuento otra que guarda cierta relación con el seguro de los funcionarios. O los que fuimos. Cl@ve es un sistema orientado a unificar y simplificar el acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos. El objetivo principal es que uno pueda identificarse ante la Administración mediante una clave concertada. Uno de los requisitos (INDISPENSABLE) para poder darte de alta en este procedimiento es asociar un número de teléfono móvil. Yo había realizado el examen de ingreso hace varios años mediante la generosa trampa de poner el de la señora, quien ha dispuesto de telefonía móvil en casa desde que todos no sumergimos en el mundo de la fotografía, whatsapp, redes sociales y otros muchos varios. Con lo que podía, por ejemplo, solicitar los talonarios de recetas a Muface cómodamente sentado ante el ordenador.

La felicidad quedó truncada hace unas semanas con la declaración de la renta. Que en nuestro caso es conjunta. Y como desconocía lo que me aclararon después a través de varias consultas a la Agencia Tributaria, al dar de alta a mi mujer en el sistema (y poner, claro, su número de móvil), me dan de baja a mí porque es completamente incompatible el compartir el mismo número. Algo que sí está permitido en la dirección de correo electrónico, para lo que no existe problema alguno que se utilice el mismo por dos personas. De nada valieron las pataletas ante quien me atendió.

Creo que ya lo vas entendiendo. Debía buscar un número exclusivo para el menda. No podía recurrir al de mis hijos, porque también son funcionarios y lo necesitan igualmente. ¿Qué panorama se brindaba ante mi futuro inmediato? Entrar por el aro. Y solo para disponer de un maldito número tuve que comprar un móvil. Tantos años de sacrificio para esto. Pues me temo que va a quedar en secreto (el número; Jesús, como me repito hoy), pues no pienso llamar a nadie. Seguiré haciéndome el loco.

Qué extraño, ¿no? Para mí, más. Lo puse encima de la impresora y hasta miedo (sumado al del coronavirus) me da cogerlo.

Y gracias por la fidelidad. Con lo pocos amigos (pero bien seleccionados) que tengo aún en la nueva cuenta de Facebook, cuando termino de redactar estas líneas (seis de la tarde) se sobrepasan largamente los dos centenares de visitas en la entrada de ayer. Me da que Manolo me inspira. Espero que lo del móvil les valga a ustedes hoy para vacilarse un rato.

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