Hace un par de décadas, y en un Valle de Canarias que no es
el de La Orotava, hubo un señor –por denominarlo de manera cortés y educada–
que no se caracterizó jamás por sus urbanidades. En todos los ámbitos en los
que se desenvolvió fue tachado de mezquino. Ni los familiares más allegados
escaparon de vituperios y ‘modales exquisitos’. Cuando falleció, y tal y como
ocurre en casi todos los duelos, los comentarios suavizaban la situaciones
vividas y hasta los sufridores más directos esgrimían aquello de que en el
fondo tenía sentimientos. Todos hemos sido, a buen
seguro, partícipes de escenarios parecidos.
Allá a las tantas de la noche, cuando apenas quedaba una
docena de personas en el velatorio, hizo acto de presencia quien, con toda
firmeza, fue la principal víctima de las ruindades del difunto. Tras el saludo
de rigor a los presentes, se acercó a la caja, apartó el pañuelo que cubría el
rostro del fiambre, y mostrando la mayor solemnidad posible le espetó con una
contundencia digna de enmarcar:
–Ojalá te hubieras muerto antes, c… Fuiste una muy mala
persona.
Dejo a la consideración de cada cual el contenido de los
puntos suspensivos.
Saco la anécdota a colación porque ha mucho menos –no han
muerto pero son muy mayores y sus parientes los han recluido en una residencia–
dos impresentables (ya está bien de eufemismos) se dedicaron durante una
importante parte de su existencia a subir a lo alto de una loma que dominaba el
barrio donde residían (una isla canaria que no comienza por la letra te) y
desde allí proclamaban a los cuatro vientos, cual antena de telecomunicaciones,
cuanta ocurrencia pasaba por la media neurona de la que ambos presumían. Se
turnaban en el uso y disfrute del promontorio rocoso en el que depositaban sus
miserias (posaderas) para matracas y diatribas.
Con el paso del tiempo se les sumaron otros tres indecentes.
Estos, normalmente, se limitaban a mover la cabeza en sentido vertical. Aunque
de vez en cuando osaban imitar comportamientos dialécticos usando la táctica
del mimetismo mülleriano. Pequeños balbuceos, diríase. Comparsas, en suma, en
todo ganado que se precie.
Las gentes del lugar entendieron que no era la cordura su
fuerte. Y por dementes los tomaron. Hasta que en cierta ocasión, tantos fueron
los insultos, ofensas, injurias, agravios, ultrajes, escarnios, improperios y
humillaciones que profirieron las lenguas viperinas de los jefes de la reducida
manada en una plácida tarde primaveral, que los tres advenedizos se asustaron y salieron por patas cuando a lo
lejos divisaron un par de ambulancias. De las que se bajaban unos señores
vestidos de un blanco inmaculado y tres mastines napolitanos que con sus
ladridos mafiosos ahogaban las ondas sonoras que discurrían ladera abajo.
Parece conveniente el suelto de rigor para explicar que lo
de los sabuesos se enmarcaba en una de las primeras medidas de autodefensa del
personal sanitario, tras los quince días de cursillos impartidos por
cualificados miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. No solo
en acciones del tipo que se narra (de más alto riesgo, evidentemente), sino que
la presencia de canes, potencialmente peligrosos pasó a ser práctica común en
ambulatorios, centros de salud y hospitales. Ni que decir que el número de
pacientes disminuyó de manera drástica. Hasta los que se valían de muletas
caminaban más deprisita.
Cuando la comitiva casi alcanzaba el punto de la
transmisión, uno de los uniformados giró la cabeza y observó cómo un numeroso
séquito salía de la aldea en dirección hacia ellos. Esperaron unos minutos para
comprobar qué pretendía aquel cortejo. Al frente, su alcalde. Vara de mando en
su mano derecha. Al llegar a la altura de los sanitarios (ya sabía la autoridad
local que el delegado del gobierno había accedido a su petición de interceder
en el conflicto), se quitó el sombrero, lo levantó con ceremonial rotundidad
–gesto que entendió el acompañamiento como sublime cualidad militar– y dijo:
–Llévenme a mí también.
Todos quedaron estupefactos. Qué bicho podía haberle picado
a la máxima autoridad municipal para que demandara idéntico trato al que,
supuestamente, iba a dispensársele a los dos ‘locutores’ de la original emisora.
–Sí, –prosiguió el aparentemente arrepentido edil, quien,
rodilla al suelo, elevaba sus brazos al infinito implorando misericordia– yo
también soy mala persona; como esos dos indeseables a los que he protegido sin
rubor y he permitido que soltaran lo que está escrito y más. Deténganme porque
no soy digno de seguir ostentando este cargo ni un minuto más…
Entretanto, y como la multitud estaba muy pendiente de la
extraña secuencia, los dos cachanchanes habían desaparecido. Aprovecharon la coyuntura
pintiparada, descendieron por el lado contrario y se dirigieron a la charca que
suministraba el agua para el riego de los cultivos de la zona.
–Si vienen a por nosotros –díjole el uno al otro– nos
subiremos a la borda y amenazaremos con lanzarnos.
Había hecho acto de presencia, además, una pareja de la
guardia civil, la que, tras poner al señor alcalde a buen recaudo de los cada
vez más soliviantados vecinos, se dirigió con paso decidido y firme hacia el
estanque. Ahora los enfermeros interpretaban un papel secundario y caminaban
tras los verdes, sujetando firmemente a los chuchos.
Los individuos objeto de la movida, al comprobar que aquello
iba en serio, treparon por el muro del costado del poniente y se encaramaron en
el estrecho borde, mientras gritaban al unísono (debían tenerlo ensayado):
–Como sigan avanzando, nos tiramos.
Pero el cortejo no se detuvo.
–Nos tiramos.
Y cuando estuvieron a dos palmos los componentes del
instituto armado.
–Nos vamos a tirar.
–Tardando están –les conminó el agente de más edad, el de
poblado mostacho.
Y cuentan los más viejos del lugar que no se tiraron, porque
de los cobardes no puede esperarse otra cosa. Los que son malas personas se
aprovechan de miedos ajenos para tapar los suyos propios. Son puras fachadas.
El alcalde fue cesado. Y los neuróticos, bien pertrechados
de elegante bozal, prestaron servicios a la comunidad, de manera permanente
revisable, hasta que el juez que los tutelaba decidió su reinserción familiar
décadas después. Y como el que siembra vientos, recoge tempestades, ningún
pariente los quiso. Por lo que continúan matriculados en el centro aludido con
la prohibición expresa de subir a la azotea, no sea que se enfogueten de nuevo.
Fuentes dignas de todo crédito señalan que este próximo Jueves Santo, Día del
Amor Fraterno, se les permitirá subir al púlpito de la iglesia para que, a
cincuenta credos cada uno, completen el ritual de la centena que marcan los
cánones. De los tres apéndices nunca más se supo. O se los tragó la tierra o se
fueron para Venezuela.