Casi se
me contagia la alegría con la que Manuel Domínguez nos vendió la noticia de que
el edificio de aparcamientos de Realejo Alto volvía al redil público tras una
odisea de muchos años dando bandazos. Y realiza tal puesta en escena que te
vende una moto sin cambios y tú la compras como de fábrica. Corre tupido velo a
que fue él uno de los empecinados en que la obra saliera adelante sin tener
claro cómo sería el desarrollo posterior, y ahora aparece en plan salvador de
la patria. Nos dio a entender de que en este tinglado el ayuntamiento no se ha
gastado un euro y que ahora se ha puesto en funcionamiento, con carácter
provisional y gratuito, porque él es muy bueno y los malvados de la concesión
administrativa no supieron llevar a buen puerto una nave que fue botada con
todas las garantías para que navegara placenteramente cuando el PP gobernaba el
municipio en alianza con CC. Y ya sabemos, por otras declaraciones de bombo y
platillo, que cuando Manolo coge las riendas de la economía, las monedas brincan
de contentas por las calles. Así está la de El Castillo llena de hoyos al no
soportar el peso de tanto caudal excedente.
Tan
nítida era la apuesta de esta infraestructura (y la que resta cuando se destape
todo el trasfondo del situado en la entrada de San Agustín) que ni siquiera se
cuenta con un estudio de viabilidad, hecho que ha reconocido el grupo de
gobierno en el transcurso de la última sesión plenaria. Pero la modestia
alcanza tal grado de cinismo que sigue el señor alcalde erre que erre en su
obstinación. Porque la naturaleza, amén de la luz divina, lo ha dotado de tal
capacidad que no admite sugerencias. Cuando la apertura navideña no iba a
suponer coste alguno, ya se eleva a más de cuarenta mil euros los gastos de
reparación de los desperfectos más notorios para el pertinente lavado de cara.
A lo que habrá que añadir, a buen seguro, otro puñado de perras con cargo a los
gastos corrientes de mantenimiento de los edificios públicos. Hecho que no
debería ser noticia en sí, pero es que el intento de tapar los estrepitosos
fracasos con repartir culpas a diestro y diestro, sin asumir las
responsabilidades políticas que le corresponden como máxima autoridad del
Consistorio, flaco favor hace a su gestión. Y se desvía la atención de manera
grotesca, si no torticera, cada vez que la oposición pregunta algo al respecto.
De
continuar este nivel de prepotencia, cuestión sería de ir pensando en quitar al
guanche de El Lance y ubicar allí una estatua de quien ustedes se imaginan. Y
en el monumento haríamos una excepción: lo iluminaríamos como jamás se hubiese
hecho antes con monolito (y manolito) alguno. Y si con ello damos al traste con
la política de alumbrado que rige en Los Realejos, que cumple a la perfección
todos los ratios para evitar la contaminación lumínica (los apagones generalizados
no son casuales), al carajo, Diego. Así, en plan coloquial –y que me perdone el
amigo de La Longuera–, porque el dar fe de una labor de propaganda sin parangón
en toda la historia realejera desde que los guanches subieron a oír misa en la
iglesia de Santiago (1496), bien merece un reconocimiento de tal calibre.
Es por
ello que los mandatarios populares, temerosos de que el desapego nacional pueda
hacer mella en las huestes locales, demandan otra mayoría absoluta para, mientras
tanto, experimentar alternativas con aquellas infraestructuras pendientes:
museos, hipódromos, campos de tiro al plato (o al conejo), auditorios, teatros…
Desde
las primeras elecciones democráticas (1979) las corporaciones han tenido, por
lógica elemental, altibajos en su gestión. Aciertos y errores se suceden en
toda acción. Pero no recuerdo alguna con la desfachatez de la actual, a la que
unos miligramos de humildad le vendría de maravillas. Y el ser capaz de
reconocer algún desliz en su quehacer es, incluso, precepto religioso de
obligado cumplimiento. Lo escribo en el convencimiento de que son devotos
practicantes y no incrédulos como un servidor.
¿Que si
tengo necesidad? Vaya que sí. Quizás mañana te lo cuente.
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