Pasaban quince minutos de la hora prevista para el inicio de
la velada con la que arrancaban las fiestas populares de aquella villa. La
plaza, engalanada como quizás antes jamás lo estuvo, presentaba un majestuoso
aspecto. Los espectadores, salvo los rezagados de turno que aún accedían al
recinto por el costado norte a ocupar los escasos asientos de las dos últimas
filas, se hallaban sentados en aquellas no demasiado cómodas sillas de tijera.
El equipo de iluminación y sonido realizaba las últimas pruebas antes de que el
festival de variedades diese comienzo. En el escenario, magníficamente ataviado
para tan soberbio acontecer, haces de luces de diferentes colores recorrían
cada rincón de la amplia superficie. Los medios de comunicación, con sus
pertrechos bien dispuestos, ocupaban los lugares habilitados al efecto en unas
tarimas de nivel superior a la superficie del recinto.
Cuando más de un culo inquieto se removía por la tardanza,
cuando se alzaba más de una voz exigiendo el inicio de la gala, cuando los
presentadores demandaban con cierta tensión la señal convenida para el
pistoletazo de salida, cuando las autoridades, civiles, militares y
eclesiásticas ubicadas en lugares preferentes de la primera fila, miraban de
soslayo –aunque cada vez con menos disimulo– hacia atrás, la reina de los
festejos del año anterior se encontraba huérfana en el sitio reservado porque
el regidor municipal, el señor alcalde de aquella población, hacía, una vez
más, honor a su inveterada costumbre de llegar con retraso en su bien estudiada
campaña publicitaria. Porque aprovecharía la entrada triunfal en el recinto,
por el recorrido más largo permisible, para saludar efusivamente a la mayor cantidad
de concurrencia posible, con especial dedicación al género femenino. Las malas
lenguas, que haberlas siempre haylas, ya contabilizaban por millones los besos
y abrazos que el susodicho había brindado en su larga trayectoria política.
Pero en esta ocasión la tardanza le jugó una mala pasada.
Cuando se produjo el consabido alboroto al hacer acto de presencia la primera
autoridad local, un señor de cierta edad, impresionado por el movimiento
telúrico producido al levantarse todo el mundo para contemplar la entrada
triunfante del retrasado (que llegó con retraso), sufrió un infarto fulminante
y se quedó el pobre hombre sentado, con la cabeza inclinada hacia la derecha
durante un buen rato, hasta que una vez normalizada la situación y todos se
fueron sentando nuevamente, la señora que ocupaba la silla colindante se
percató de que algo extraño le ocurría. Ya se pueden imaginar el consiguiente
alboroto. El acto fue suspendido de inmediato…
En el cuarto mortuorio se mascaba extraña sensación. Los
afligidos familiares no hallan remedios con los que consolarse. Los comentarios
(por lo bajini) del luctuoso trance eran de lo más variopinto. Las
elucubraciones de los unos daban paso a sosegadas reflexiones de los otros. En
la antesala no cabía un alfiler. Un operario de la funeraria intentaba abrirse
paso con una corona en cuya cinta podía leerse una sentida dedicatoria del
ayuntamiento. A duras penas llegó ante el féretro y depositó suavemente la
ofrenda en el suelo.
En aquella mañana apanzaburrada, como tantas y tantas del
verano, acudieron varios ediles corporativos a mostrar el pésame a los
atribulados. Quienes, tras un brevísimo intercambio de palabras con los
familiares más directos, se escabullían por entre la muchedumbre alegando
excusas peregrinas. Cuando el segundo de a bordo hubo cumplido con los requisitos
que el protocolo exigía, pudo observársele en un rincón del porche cubierto
efectuando una llamada telefónica, de la que un avispado fisgoneador pudo
escuchar: “Esto está petado”.
Apenas cinco minutos después hizo su aparición el regidor
del consistorio. Descendió con la pompa de rigor del coche oficial y dio
comienzo al capítulo que tan bien desarrollaba ante presencias multitudinarias.
Pero algo fallaba en la presente ocasión. Más de uno rehusó el efusivo saludo
del mandatario. Hecho al que no estaba acostumbrado, por lo que optó por
dirigir sus pasos hacia el ataúd en el que depositó un ramo de flores que el
jefe de protocolo le reservaba para el instante. Mas lo peor del trance estaba
por llegar. Cuando, solícito como siempre, se acercó a darle el beso de
condolencias a la señora del difunto, esta le viró la cara al tiempo que le
espetaba con toda claridad y contundencia un “lárguese, por favor, que usted
aquí no es bienvenido”.
Con aquello entre lo otro (normalmente lo verás escrito con
el rabo entre las patas) hubo de correrse (acepción 37 del DRAE: avergonzar y
confundir) el agraviado, quien, no escarmentado con el desliz, acudió en esa
tarde al oficio religioso en la parroquia. Y según su inveterada costumbre
accedió al recinto en el instante que el párroco salía de la sacristía para dar
comienzo a la función. Para entrar por al pasillo principal de la iglesia en
olor de multitudes. Y para no perder la rutina.
El sepulcral silencio retumbó en altares y capillas. Los
presentes, sabedores del trance habido en el velatorio, dirigieron sus ojos
hacia el techo al paso del mancillado y parecían elevar sus oraciones en un
ejercicio de recogimiento jamás visto con anterioridad por aquellos lares.
Cuando el interfecto ocupó el sitial reservado para ocasiones
tales, sintiose crujir la tapa del ataúd, y en medio de un pánico contenido
comenzó a levantarse pesadamente mientras una voz de ultratumba tronó con total
firmeza: “Ya está bien, Bartolo (nombre supuesto), déjame descansar en paz”.
Cuentan las crónicas que los baños públicos cercanos no
dieron abasto ante tanta diarrea que no pudo contenerse. Pero de este último
pasaje no tengo certeza absoluta. Al igual que con el retrato que ilustra cada
uno de mis relatos, lo dejo a tu consideración.
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