lunes, 25 de junio de 2018

Ya está bien, Bartolo

Pasaban quince minutos de la hora prevista para el inicio de la velada con la que arrancaban las fiestas populares de aquella villa. La plaza, engalanada como quizás antes jamás lo estuvo, presentaba un majestuoso aspecto. Los espectadores, salvo los rezagados de turno que aún accedían al recinto por el costado norte a ocupar los escasos asientos de las dos últimas filas, se hallaban sentados en aquellas no demasiado cómodas sillas de tijera. El equipo de iluminación y sonido realizaba las últimas pruebas antes de que el festival de variedades diese comienzo. En el escenario, magníficamente ataviado para tan soberbio acontecer, haces de luces de diferentes colores recorrían cada rincón de la amplia superficie. Los medios de comunicación, con sus pertrechos bien dispuestos, ocupaban los lugares habilitados al efecto en unas tarimas de nivel superior a la superficie del recinto.
Cuando más de un culo inquieto se removía por la tardanza, cuando se alzaba más de una voz exigiendo el inicio de la gala, cuando los presentadores demandaban con cierta tensión la señal convenida para el pistoletazo de salida, cuando las autoridades, civiles, militares y eclesiásticas ubicadas en lugares preferentes de la primera fila, miraban de soslayo –aunque cada vez con menos disimulo– hacia atrás, la reina de los festejos del año anterior se encontraba huérfana en el sitio reservado porque el regidor municipal, el señor alcalde de aquella población, hacía, una vez más, honor a su inveterada costumbre de llegar con retraso en su bien estudiada campaña publicitaria. Porque aprovecharía la entrada triunfal en el recinto, por el recorrido más largo permisible, para saludar efusivamente a la mayor cantidad de concurrencia posible, con especial dedicación al género femenino. Las malas lenguas, que haberlas siempre haylas, ya contabilizaban por millones los besos y abrazos que el susodicho había brindado en su larga trayectoria política.
Pero en esta ocasión la tardanza le jugó una mala pasada. Cuando se produjo el consabido alboroto al hacer acto de presencia la primera autoridad local, un señor de cierta edad, impresionado por el movimiento telúrico producido al levantarse todo el mundo para contemplar la entrada triunfante del retrasado (que llegó con retraso), sufrió un infarto fulminante y se quedó el pobre hombre sentado, con la cabeza inclinada hacia la derecha durante un buen rato, hasta que una vez normalizada la situación y todos se fueron sentando nuevamente, la señora que ocupaba la silla colindante se percató de que algo extraño le ocurría. Ya se pueden imaginar el consiguiente alboroto. El acto fue suspendido de inmediato…
En el cuarto mortuorio se mascaba extraña sensación. Los afligidos familiares no hallan remedios con los que consolarse. Los comentarios (por lo bajini) del luctuoso trance eran de lo más variopinto. Las elucubraciones de los unos daban paso a sosegadas reflexiones de los otros. En la antesala no cabía un alfiler. Un operario de la funeraria intentaba abrirse paso con una corona en cuya cinta podía leerse una sentida dedicatoria del ayuntamiento. A duras penas llegó ante el féretro y depositó suavemente la ofrenda en el suelo.
En aquella mañana apanzaburrada, como tantas y tantas del verano, acudieron varios ediles corporativos a mostrar el pésame a los atribulados. Quienes, tras un brevísimo intercambio de palabras con los familiares más directos, se escabullían por entre la muchedumbre alegando excusas peregrinas. Cuando el segundo de a bordo hubo cumplido con los requisitos que el protocolo exigía, pudo observársele en un rincón del porche cubierto efectuando una llamada telefónica, de la que un avispado fisgoneador pudo escuchar: “Esto está petado”.
Apenas cinco minutos después hizo su aparición el regidor del consistorio. Descendió con la pompa de rigor del coche oficial y dio comienzo al capítulo que tan bien desarrollaba ante presencias multitudinarias. Pero algo fallaba en la presente ocasión. Más de uno rehusó el efusivo saludo del mandatario. Hecho al que no estaba acostumbrado, por lo que optó por dirigir sus pasos hacia el ataúd en el que depositó un ramo de flores que el jefe de protocolo le reservaba para el instante. Mas lo peor del trance estaba por llegar. Cuando, solícito como siempre, se acercó a darle el beso de condolencias a la señora del difunto, esta le viró la cara al tiempo que le espetaba con toda claridad y contundencia un “lárguese, por favor, que usted aquí no es bienvenido”.
Con aquello entre lo otro (normalmente lo verás escrito con el rabo entre las patas) hubo de correrse (acepción 37 del DRAE: avergonzar y confundir) el agraviado, quien, no escarmentado con el desliz, acudió en esa tarde al oficio religioso en la parroquia. Y según su inveterada costumbre accedió al recinto en el instante que el párroco salía de la sacristía para dar comienzo a la función. Para entrar por al pasillo principal de la iglesia en olor de multitudes. Y para no perder la rutina.
El sepulcral silencio retumbó en altares y capillas. Los presentes, sabedores del trance habido en el velatorio, dirigieron sus ojos hacia el techo al paso del mancillado y parecían elevar sus oraciones en un ejercicio de recogimiento jamás visto con anterioridad por aquellos lares.
Cuando el interfecto ocupó el sitial reservado para ocasiones tales, sintiose crujir la tapa del ataúd, y en medio de un pánico contenido comenzó a levantarse pesadamente mientras una voz de ultratumba tronó con total firmeza: “Ya está bien, Bartolo (nombre supuesto), déjame descansar en paz”.
Cuentan las crónicas que los baños públicos cercanos no dieron abasto ante tanta diarrea que no pudo contenerse. Pero de este último pasaje no tengo certeza absoluta. Al igual que con el retrato que ilustra cada uno de mis relatos, lo dejo a tu consideración.

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