Nada he publicado durante este periodo de confinamiento. Las
décimas pergeñadas, y alusivas a situaciones vividas en los días de ineludible
retiro, quedan almacenadas en la correspondiente gaveta. Salvo las dos o tres
excepciones de rigor. Ya se abrirá, vaya usted a saber cuándo, si antes no se
me extravía la llave.
El ser dueño de mis silencios me ha permitido, como
contrapartida, observar la inmensa generosidad del pueblo. En su práctica
totalidad. Los unos, obedeciendo las normas impuestas durante la crisis. Los
otros, prestando impagables servicios para que la vida continúe.
Pero ahora que un rayo de luz nos inyecta nuevos halos de
esperanza, uno no puede, ni debe, silenciar la súbita aparición de tanto
investigador que, de la noche a la mañana, ha puesto en el mercado millones de
vacunas para luchar contra el coronavirus. El “conoravirus”, al decir del más
eminente doctor de estos contornos isleños. Porque abogados y médicos brotaron
debajo de las piedras, cual babosas que se arrastran por el inmundo lodazal,
para expandir el yayoloveíavenir.
Hasta en los instantes que se requiere solidaridad y entrega, no cejan estos
indecentes en sus ínfulas de poner el contrapunto más abyecto.
Tampoco puedo, ni debo, permanecer callado, ahora que otros
horizontes se abren a nuestra vista, ante un variopinto elenco de hijos de puta
(ver pertinente acepción en el DRAE; no voy a ser yo menos que Pérez Reverte,
verbigracia) que pulula por redes y medios de comunicación convencionales y que
vierte su mala bilis en unos momentos en los que se demanda mesura y
comedimiento. Que se erige en salvapatrias
con diatribas que rayan la indecencia más absoluta, más vil, ruin y soez. Que
busca réditos de protagonismo escupiendo bichos más peligrosos aún que el
maligno expandido por cualquier confín de la Tierra. Que se aprovecha de
plataformas, incluso ilegales, para disparar indiscriminadamente contra quienes
han dedicado su vida a nobles causas. Abogados de secano que baten récords
nadando en piscinas de mierda. La bazofia más indecente que añora retornos
inquisitoriales.
¿Ejemplos? ¿Para qué? Son tantos que, quizás, no merite la
pena. Aunque, ya puestos, va uno. Puede que no sea el más ejemplar, pero pone
de manifiesto el sublime nivel de… los que no tienen vergüenza.
Emisora de radio, carácter público. Una de las tantas que se
sostienen con dineros tuyos y míos. A la que llama una de esas paisanas que se
levanta cada mañana con el teléfono en la mano y no tiene otra mejor cosa que
hacer sino dar su opinión sobre cualquier asunto a debate. Y, de paso,
felicitar al conductor del “pograma” por la bazofia propagada y la estopa
repartida. Que la señora se cotiza lo que el más contundente lingote de oro y
conoce de ciencias lenguaraces… Sí, llámame machista. Se trata de emitir
dictámenes –que el que vale, vale– acerca del asunto en cuestión: el estado de
alarma. Que se deriva, al (mal) gusto de las cuatro palmeras de turno y
contando con la guía espiritual del otro Padre Apeles, hacia los malvados
comunistas, causantes de todas las desgracias humanas. ¿Y quién mejor que
Echenique para diana de los emponzoñados dardos? A ese vividor extranjero le
quitaba yo la silla –porque vino a España para que se la regalaran– y lo subía
a dos tablas para que se arrastrara. Y viva San Andrés, el vino nuevo y la
pinas calles de Icod y municipios limítrofes. Risas y asentimientos. Cuán de
cándida es la ignorancia. Y cuánta maldad en eso que los creyentes denominan
alma. Que se cura con unos golpes en el pecho cuando acuden a los templos a
engañar al todopoderoso. Tan lejano, el pobre, que no se entera de que se la
están jugando aquí abajo.
Son aquellos –los menos– que protestan si el presidente
informa. Pero también si no lo hace. Los que rezongan cuando los miembros del
Comité Técnico exponen datos en su comparecencia diaria. Pero que discuten las
cifras porque ellos disponen de canales informativos mucho más fiables. Los que
añoran épocas del palo y tentetieso y disimulan notorias carencias, incluso
académicas, con arengas queipodellano
porque la guerra permanece activa. Castigo de la divinidad justiciera que cae
cual rayo exterminador desde lo alto del brazo derecho de la cruz vallecaidiana.
Ayer me acordé de esta foto que te adjunto y que nos inyecta
un potente haz luminoso a través del ‘fonduco’ abierto entre las nubes. Una
metáfora, sí, desde luego. Como la cometa (gometa, la mentábamos antes) que
ayer tarde vi volar en los aires libres de mi pueblo y al socaire del majestuoso
Macizo de Tigaiga. Y como he aprovechado estos días de clausura para registrar
los libros que pueblan viejos estantes, miremos el futuro con optimismo porque
la esperanza debe mantenernos. Y, a la sazón, desterremos los miedos ante los
que siguen empecinados en añorar silencios amordazados. Porque en una situación
de excepcionalidad –estado de alarma– no parece muy razonable para este
rebenque de la platanera, aunque sí debe serlo para los sesudos analistas, que
se demanden consultas a tutiplén como si se dispusiese de todo el tiempo del
mundo (y más) y se requiera la adopción de medidas bajo la óptica de normas
estándares. La gestión de una situación inédita deberá conllevar fallos
incuestionables. Varitas mágicas, las justas. ¿O es que, para no desviarnos del
tema, la obtención de las propias vacunas no supone multitud de pruebas,
sujetas, claro, a la casuística dispar de acierto/error pertinente?
Bueno, hasta mañana. Y ya pueden respirar tranquilos los que
me añoraron durante la obligada clausura. Que los hubo, por supuesto.
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