Leía ayer una historia relacionada con un cañón, el de las
doce, que existió en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria desde el siglo XVI
hasta finales de la década de los treinta del siglo XX, y que era el
instrumento utilizado para que la población supiese que se había alcanzado el
mediodía. Nada que ver, me imagino, con la llamada hora del Ángelus, de la que
aquellos que hicieron más ejercicios espirituales que yo en la época
estudiantil, o fueron enviados al seminario, podrán dar mejor norte que un
servidor. Ya he contado en alguna ocasión que cuando el maestro de la escuela
de La Longuera, don Andrés Carballo Real, lo estimó oportuno me dijo un buen día
si quería ir al colegio o al seminario. Se imaginan cuál fue mi elección, pero
tuve un 50% de posibilidades de hacer mis pinitos religiosos.
Eché una visual retrospectiva y me vi en la finca de La
Gorvorana. Y recordé que la numerosa cuadrilla de peones debía cumplir una
jornada de trabajo que comenzaba a las ocho de la mañana, Un alto en la labor a
las doce en punto, con una hora para el almuerzo. Y a la una, vuelta a la
rutina hasta las cinco de la tarde.
Como uno vivió en la casona unos buenos cuantos años, tuvo
la oportunidad de vivir de cerca los usos y automatismos de un día cualquiera.
El zaguán que daba acceso al patio central –las modificaciones han posibilitado
que cualquier parecido con la época que te cuento sea pura entelequia– era el
lugar de congregación del personal. Y en los minutos de espera, hasta que el
encargado diera la consabida orden de “a trabajar”, ocurrencias, dimes, diretes
y hasta más de un relato subido de tono fueron marcando improntas.
En la parte baja de uno de los corredores –en aquel,
concretamente, en el que Bonnín dejó su sello– quedaban colgados los cestos de
la comida. Allí donde un porrón de agua guardaba bien fresco el líquido
elemento. Allí donde se arrimaron vestigios de cuando se sorribó la denominada
parte vieja. Justo al lado de cuarto de los líquidos con los que se ‘lavaba’ la
platanera y que evitaban las enfermedades. Entre los que destacó el temido “fosferno”
(ni sé cómo se escribe ni cuál es su composición), tan peligroso como aquel matarratas,
preparado con gofio mezclado con arsénico, que acabó con la vida de varias
personas en una casa de comidas de El Sauzal allá por 1950.
Distribuidas las tareas –normalmente prefijadas desde el
final de la jornada anterior– se disgregaba la reunión y cada cual se
encaminaba hacia la huerta con la guataca al hombro. Con sol, con lluvia, con
frío. ¡Ay!, cuántos temporales, cuánta calamidad.
Y a las doce en punto, el bucio, que sonaba como un clavo en
la finca vecina, venía a constituir la señal convenida para el impasse gastronómico.
Breve, escaso, como el alimento que contenía el cesto que antes cité. Tiempos
de penurias, pero de mamar naturaleza en cantidades industriales. Porque a la
una en punto, Juan ‘Espuela’, el encargado que te menté, ahí estaba de nuevo
para indicar que restaban cuatro horas de agachar el morro. Por eso, como se estila
la finquita para después de la jubilación, aquellos que ya nos vacunamos hasta
la saciedad cuando chicos no estamos por esas modernidades. En mi caso, lo más,
un fisco de jardinería. Que para irme de una pared abajo, no necesito más
ayudas.
Hoy los bucios, que el DRAE define como especie de caracol
marino, proliferan en festejos. Se suele usar como trompeta, sostienen varios
autores. Cipriano de Arribas, en su obra A través de las Islas Canarias: “Al
anochecer, con los toques de bucio, vinieron con sus lanchas cuantos marinos
había en la Isla de Lobos”. “Ya antes de despuntar el día, se oían en el pueblo
los bucios que llamaban a congregarse para emprender la faena” (Roberto
Hernández, Folklore de Fuerteventura).
“Empezaba a clarear el día, se apagaban los hachones de tea y a un toque de bucio
regresábamos todos a tierra” (Cirilo Leal, Carnada).
Recuerdo que en casa de mi abuela paterna había un bucio.
Cualquiera sabe qué rumbo cogió. En muchas fiestas de Gran Canaria surgen casi
tantos bucios como personas asisten al evento. En San Juan de la Rambla, el
risco de El Mazapé es testigo del resonar en la noche mágica de San Juan.
Pero mi bucio, que ni siquiera llegué a vislumbrar nunca, es
más sentimental, más de andar por casa. De ahí las fotos. De la década de los
setenta. A saber, el otro día. Hoy las fincas, las pocas, se riegan solas, se
abonan solas. Solo hace falta un operario que abra una llave. Pero yo echo la
vista atrás y me invade la nostalgia. Cierro los ojos y escucho el toque del bucio
a las doce. Debo estar poniéndome viejo.
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