Los amables seguidores de este blog saben de mis manías. Y
de mis vetos. Para los que suelo ser constante y nada veleta. Pero, a pesar de
ello, algunos de ustedes me hacen llegar de vez en cuando posibles temas para
comentar en este medio que las nuevas tecnologías ponen a mi alcance. Aun a
sabiendas de que pueden chocar con la posibilidad de la negativa, de un lado, o
de que no haya podido ser contrastado el particular, de otro. Y aunque de
artículos de opinión se trata, el periodismo escrito no puede descender a los
niveles nada ortodoxos de los muchos debates que proliferan en los medios
audiovisuales. Para ese ejercicio no me siento ante un teclado. Conmigo no
cuenten. Cuando uno se traza una línea de exigencia, procura cumplirla. Si no
te engañas, más que engañas.
Por una compañera de militancia política (sí, del PSOE, como
yo) me entero de cierta carta anónima remitida a un trabajador de una de las empresas públicas del ayuntamiento de esta Villa, que no Ciudad, a uno de los
locutores de Radio Realejos para ser más exactos.
No defenderé jamás este proceder. Quien se escuda en el
anonimato para verter improperios –se repartió estopa a mansalva– no puede, en
manera alguna, invocar preceptos constitucionales para, sustentado en el
derecho a la libertad de opinión, hacer uso ilegítimo del mismo apoyándose en
un no reconocido derecho al insulto.
El anónimo califica a quien debe recurrir a semejante
bajeza. Y supone una total cobardía, un acto de una deshonra sin excusas. Pero
como a este comentarista (ya sumamos varios millares) no le gusta quedarse en
la hojarasca, se pregunta si este hecho vil y abyecto es la consecuencia de aconteceres
precedentes, de actuaciones que pudieron haber caído en idénticos pecados. Lo
que no implicaría, a pesar de todo, una justificación al ojo por ojo y diente
por diente. En ese camino fácil no me vas a encontrar.
Y cuando a este apotegma recurrí, se me encendió la bombilla
y acudí al refranero. Catálogo sabio donde los haya. Luego, que cada cual saque
sus conclusiones. Ustedes, estimados amigos, ven y escuchan mucho más que yo, pinchan
más me gusta que yo, y cantan excelencias donde yo solo vislumbro turbidez. Son
ópticas, lo sé, y ahí radica, afortunadamente, la diferenciación.
Va la relación de lo que yo entiendo pueda valer para
establecer la odiosa comparación. Insisto, y no justifico; al contrario, pongo
en solfa:
Quien siembra vientos, recoge tempestades. De aquellos
polvos, estos lodos. A llorar al valle. A lo hecho, pecho. El que la hace, la
paga. Más vale prevenir que lamentar. En boca cerrada no entran moscas. Tira la
piedra y esconde la mano. El que se excusa, se acusa. Quien se pica, ajos come.
Por la boca muere el pez. Como se vive, se muere. El que a hierro mata, no
puede morir a sombrerazos. Cuando fuiste martillo, no tuviste clemencia; ahora
que eres yunque, ten paciencia. No hay plazo que no llegue ni deuda que no se
pague. No hay rosa sin espinas. A cada cerdo le llega su sanmartín. Ver la paja
en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Dijo la sartén al caldero: Quita
pa´llá que me tiznas. Al que al cielo escupe, en la cara le cae. Donde las dan,
las toman…
Puede que más logrados los unos que los otros. Relación que,
a buen seguro, podría incrementarse. Que no, reitero, no justifico nada. Pero
nada es nada. De un lado y del otro. Recuerden aquel principio de acción y reacción,
la tercera ley de Newton, y que tanto nos impresionó en la película Los chicos
del coro, en la que Mathieu, aquel profesor de música en paro, fue capaz de
desmontar, a base de exquisita paciencia, las medidas disciplinarias del
exigente Rachin, el director. Y es que violencia genera violencia. Y esta no
tiene que ser siempre física. La verbal duele igual o más. No se olviden. Ni
siquiera los posibles vilipendiados. ¿O potenciales vilipendiadores?
Con el deseo de un feliz, y largo, fin de semana, a buen
entendedor, pocas palabras bastan. Y es que decir refranes es decir verdades.
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