jueves, 5 de diciembre de 2019

Carta anónima

Los amables seguidores de este blog saben de mis manías. Y de mis vetos. Para los que suelo ser constante y nada veleta. Pero, a pesar de ello, algunos de ustedes me hacen llegar de vez en cuando posibles temas para comentar en este medio que las nuevas tecnologías ponen a mi alcance. Aun a sabiendas de que pueden chocar con la posibilidad de la negativa, de un lado, o de que no haya podido ser contrastado el particular, de otro. Y aunque de artículos de opinión se trata, el periodismo escrito no puede descender a los niveles nada ortodoxos de los muchos debates que proliferan en los medios audiovisuales. Para ese ejercicio no me siento ante un teclado. Conmigo no cuenten. Cuando uno se traza una línea de exigencia, procura cumplirla. Si no te engañas, más que engañas.

Por una compañera de militancia política (sí, del PSOE, como yo) me entero de cierta carta anónima remitida a un trabajador de una de las empresas públicas del ayuntamiento de esta Villa, que no Ciudad, a uno de los locutores de Radio Realejos para ser más exactos.

No defenderé jamás este proceder. Quien se escuda en el anonimato para verter improperios –se repartió estopa a mansalva– no puede, en manera alguna, invocar preceptos constitucionales para, sustentado en el derecho a la libertad de opinión, hacer uso ilegítimo del mismo apoyándose en un no reconocido derecho al insulto.

El anónimo califica a quien debe recurrir a semejante bajeza. Y supone una total cobardía, un acto de una deshonra sin excusas. Pero como a este comentarista (ya sumamos varios millares) no le gusta quedarse en la hojarasca, se pregunta si este hecho vil y abyecto es la consecuencia de aconteceres precedentes, de actuaciones que pudieron haber caído en idénticos pecados. Lo que no implicaría, a pesar de todo, una justificación al ojo por ojo y diente por diente. En ese camino fácil no me vas a encontrar.

Y cuando a este apotegma recurrí, se me encendió la bombilla y acudí al refranero. Catálogo sabio donde los haya. Luego, que cada cual saque sus conclusiones. Ustedes, estimados amigos, ven y escuchan mucho más que yo, pinchan más me gusta que yo, y cantan excelencias donde yo solo vislumbro turbidez. Son ópticas, lo sé, y ahí radica, afortunadamente, la diferenciación.

Va la relación de lo que yo entiendo pueda valer para establecer la odiosa comparación. Insisto, y no justifico; al contrario, pongo en solfa:

Quien siembra vientos, recoge tempestades. De aquellos polvos, estos lodos. A llorar al valle. A lo hecho, pecho. El que la hace, la paga. Más vale prevenir que lamentar. En boca cerrada no entran moscas. Tira la piedra y esconde la mano. El que se excusa, se acusa. Quien se pica, ajos come. Por la boca muere el pez. Como se vive, se muere. El que a hierro mata, no puede morir a sombrerazos. Cuando fuiste martillo, no tuviste clemencia; ahora que eres yunque, ten paciencia. No hay plazo que no llegue ni deuda que no se pague. No hay rosa sin espinas. A cada cerdo le llega su sanmartín. Ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Dijo la sartén al caldero: Quita pa´llá que me tiznas. Al que al cielo escupe, en la cara le cae. Donde las dan, las toman…

Puede que más logrados los unos que los otros. Relación que, a buen seguro, podría incrementarse. Que no, reitero, no justifico nada. Pero nada es nada. De un lado y del otro. Recuerden aquel principio de acción y reacción, la tercera ley de Newton, y que tanto nos impresionó en la película Los chicos del coro, en la que Mathieu, aquel profesor de música en paro, fue capaz de desmontar, a base de exquisita paciencia, las medidas disciplinarias del exigente Rachin, el director. Y es que violencia genera violencia. Y esta no tiene que ser siempre física. La verbal duele igual o más. No se olviden. Ni siquiera los posibles vilipendiados. ¿O potenciales vilipendiadores?

Con el deseo de un feliz, y largo, fin de semana, a buen entendedor, pocas palabras bastan. Y es que decir refranes es decir verdades.

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