jueves, 26 de diciembre de 2019

Como en toda familia...

Unos cincuenta años –uno arriba, uno abajo– son los que llevamos con la cena de Nochebuena en Punta Brava. En ese periodo de tiempo hemos visto cambios en la familia. Ley de vida, claro. Ya quedamos pocos de aquellos que iniciamos la aventura. Los que hemos tenido la fortuna de acudir a todas las convocatorias en la calle Tegueste, la que sufrió los percances del desalojo no ha tanto porque los embates de la mar hurgan las entrañas costeras, contemplamos, no obstante, que las incorporaciones salpican con algarabías de años mozos esta entrañable cita. Que deberá ser la nota que rodea los encuentros de la inmensa mayoría de hogares en torno a una mesa en esta reunión del 24 de diciembre. Tradiciones, que como las mañas, nunca se pierdan. Como en toda familia que se precie.

Hemos contemplado los avances tecnológicos ‘sufridos’ en estas décadas. Afortunadamente, y que dure, los móviles no han ocupado aún lugar junto a los cubiertos. A los postres, con el ambiente más distendido, la cosa cambia. Pero yo me resisto. Observamos, también, cómo Papá Noel (Santa Claus, el Viejito Pascuero o San Nicolás) sigue sorprendiendo a los menudos con sus entradas asombrosas (debe ser mientras estábamos comiendo, es el recurso más trillado) para dejar ese detalle que será luego completado con el resto de solicitudes el Día de Reyes. Bendita inocencia.

Afuera, el mar, la mar, persiste en su particular arremetida contra el duro basalto. Guarda similitud su batalla con la de aquellos que atacamos el turrón bajo el temor de que algún diente requiera los servicios médicos de rigor. El ruido ensordecedor que nos sorprende a la llegada, se atenúa con el paso de las horas hasta convertirse en suave y lisonjera musiquilla cuyo sonsonete troca en villancico al uso. Ese que ahora se propaga por guasap, aunque, y hay que celebrarlo, no haya sido capaz de marginar los Divinos callejeros. Afortunadamente.

Y a la calle quería llegar. Porque me apena –servidumbres del progreso– que en fecha tan señalada los modismos de rigor se vayan abriendo paso. Cuando cogíamos el fotingo para regresar a casa, y en los aparcamientos del costado norte de Loro Parque, varios grupos de jóvenes, con música a toda pastilla (y no era el burrito sabanero, ni belenes, ni campanas, ni se atisbaba la presencia de camello “tradicional” alguno) y con maleteros abundantemente surtidos de botellas repletas de los líquidos de la ingesta alcohólica, ponían el que yo entiendo desdichado contrapunto.

Sí, debo estar poniéndome viejo. ¿O ya lo soy? Acudieron a la mente nítidos recuerdos de romerías y bailes de mago. Días y noches de lluvias internas en las que se empapan cuerpos en lugares bien distantes del jolgorio programado. Y se me trastocan sobremanera los esquemas y los buenos deseos expresados en redes sociales. Donde proliferan mensajes que chocan con el acontecer diario donde prima lo superfluo. Como uno sigue siendo ingenuo, no me gustaría que la falsedad se convirtiera en barniz.

Ya hoy es 26. Y Facebook ha vuelto a derroteros mucho más mundanos. No hagamos posible que ni siquiera dediquemos los 1440 minutos de un día al año para las nobles causas. Como si no tuviéramos bastante con los 524160 restantes. Algo más el próximo que es bisiesto. Debemos circular en sentido contrario aquellos que propugnamos el que la Navidad no sea la gota en el océano. Vivir encandilados un instante no compensa los dilatados estadios de absoluta mediocridad.

Viejo y utópico, a la par que revolucionario. Vaya cóctel. Y es que soy rebelde porque el mundo me ha hecho así.

Mañana no es 28. Pero aprovecharé, ya que sábados y domingos son sagrados, para contarles una gran noticia. Y no te adelanto ni un tanto así. Hasta entonces.

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