Unos cincuenta años –uno arriba, uno abajo– son los que
llevamos con la cena de Nochebuena en Punta Brava. En ese periodo de tiempo
hemos visto cambios en la familia. Ley de vida, claro. Ya quedamos pocos de
aquellos que iniciamos la aventura. Los que hemos tenido la fortuna de acudir a
todas las convocatorias en la calle Tegueste, la que sufrió los percances del
desalojo no ha tanto porque los embates de la mar hurgan las entrañas costeras,
contemplamos, no obstante, que las incorporaciones salpican con algarabías de
años mozos esta entrañable cita. Que deberá ser la nota que rodea los
encuentros de la inmensa mayoría de hogares en torno a una mesa en esta reunión
del 24 de diciembre. Tradiciones, que como las mañas, nunca se pierdan. Como en
toda familia que se precie.
Hemos contemplado los avances tecnológicos ‘sufridos’ en
estas décadas. Afortunadamente, y que dure, los móviles no han ocupado aún
lugar junto a los cubiertos. A los postres, con el ambiente más distendido, la
cosa cambia. Pero yo me resisto. Observamos, también, cómo Papá Noel (Santa
Claus, el Viejito Pascuero o San Nicolás) sigue sorprendiendo a los menudos con
sus entradas asombrosas (debe ser mientras estábamos comiendo, es el recurso
más trillado) para dejar ese detalle que será luego completado con el resto de
solicitudes el Día de Reyes. Bendita inocencia.
Afuera, el mar, la mar, persiste en su particular arremetida
contra el duro basalto. Guarda similitud su batalla con la de aquellos que
atacamos el turrón bajo el temor de que algún diente requiera los servicios
médicos de rigor. El ruido ensordecedor que nos sorprende a la llegada, se
atenúa con el paso de las horas hasta convertirse en suave y lisonjera
musiquilla cuyo sonsonete troca en villancico al uso. Ese que ahora se propaga
por guasap, aunque, y hay que celebrarlo, no haya sido capaz de marginar los
Divinos callejeros. Afortunadamente.
Y a la calle quería llegar. Porque me apena –servidumbres
del progreso– que en fecha tan señalada los modismos de rigor se vayan abriendo
paso. Cuando cogíamos el fotingo para regresar a casa, y en los aparcamientos
del costado norte de Loro Parque, varios grupos de jóvenes, con música a toda
pastilla (y no era el burrito sabanero, ni belenes, ni campanas, ni se atisbaba
la presencia de camello “tradicional” alguno) y con maleteros abundantemente
surtidos de botellas repletas de los líquidos de la ingesta alcohólica, ponían
el que yo entiendo desdichado contrapunto.
Sí, debo estar poniéndome viejo. ¿O ya lo soy? Acudieron a
la mente nítidos recuerdos de romerías y bailes de mago. Días y noches de
lluvias internas en las que se empapan cuerpos en lugares bien distantes del
jolgorio programado. Y se me trastocan sobremanera los esquemas y los buenos
deseos expresados en redes sociales. Donde proliferan mensajes que chocan con
el acontecer diario donde prima lo superfluo. Como uno sigue siendo ingenuo, no
me gustaría que la falsedad se convirtiera en barniz.
Ya hoy es 26. Y Facebook ha vuelto a derroteros mucho más
mundanos. No hagamos posible que ni siquiera dediquemos los 1440 minutos de un
día al año para las nobles causas. Como si no tuviéramos bastante con los
524160 restantes. Algo más el próximo que es bisiesto. Debemos circular en
sentido contrario aquellos que propugnamos el que la Navidad no sea la gota en
el océano. Vivir encandilados un instante no compensa los dilatados estadios de
absoluta mediocridad.
Viejo y utópico, a la par que revolucionario. Vaya cóctel. Y
es que soy rebelde porque el mundo me ha hecho así.
Mañana no es 28. Pero aprovecharé, ya que sábados y domingos
son sagrados, para contarles una gran noticia. Y no te adelanto ni un tanto
así. Hasta entonces.
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