Anoche tuve un sueño. Como le aconteció a Martin Luther King
allá por 1963 en su discurso de Washington. Y cuando desperté, el calendario
indicaba un sugerente 30 de junio. Fecha que señala el final de la etapa
lectiva escolar y el inicio del periodo vacacional para un colectivo, el
docente, que merece toda nuestra consideración y el máximo de los respetos. No
tanto porque ocho cursos atrás formaba parte del gremio, que también, cuanto
que en este intervalo de periodismo freelance
opino, con aciertos y errores, de temas que surgen de un amplio espectro de
casuística bien dispar. Y por si pueden surgir interpretaciones varias con
respecto a la oración (compuesta) anterior, traduzco al román paladino: Escribo
de lo que me dé la realísima gana. Y le rindo cuentas a un servidor. Lo aclaro
porque he notado desvaríos en ambos extremos de la Escala Wechsler de
inteligencia para adultos. Test psicométrico que evalúa la comprensión verbal,
el razonamiento perceptivo, la memoria de trabajo y la velocidad de
procesamiento. Si me hubiese promocionado entre el alumnado, pongamos que de
Secundaria, a buen seguro que con la ayuda de un buen diccionario, y unas dosis
de sentido común, habrían salido airosos del trance.
Se caracteriza la sociedad actual por tener a su alcance
variopinta gama de canales informativos. Sin embargo, y bajo el paraguas de una
doble óptica, debo reconocer, y no me duelen prendas hacerlo, que la ignorancia
se cuela con pasmosa facilidad por los múltiples vericuetos que las nuevas tecnologías
ponen a nuestro alcance.
Agarramos una alcachofa y, por arte de birlibirloque, nos
convertimos en intrépidos reporteros. Compramos un potente ordenador, le
suministramos una considerable velocidad de navegación y, con el auxilio de las
redes sociales, ingenieros de toda la vida. Nos regalan un móvil última
generación e, ipso facto, corresponsales, cuando no académicos, científicos, en
suma, genios a lo Harry Potter. Y lo de la piedra filosofal, arenisca que se vuela
con la brisa.
Dotados de tantos artilugios, presumiendo de ayudas,
sostenes y bastones, hemos relegado al más ominoso de los abandonos aquellos
aspectos elementales que antaño denominábamos cultura general. No leemos, con
lo que la interpretación de un sencillo texto constituye una prueba de difícil
superación. Escribimos rematadamente mal porque viste bien lo que se denomina
economía del lenguaje, que consiste en suplir las carencias alimenticias con la
ingesta masiva de tipos, caracteres, vocablos…
Se imponen emoticonos, mucha mímica. Emitimos sonidos guturales
al más puro estilo troglodita. Somos expertos informáticos en un mundo en el que
predomina la soledad. No hablamos porque vivimos enganchados. Compartimos
espacios donde reina el silencio más absoluto. Comunicarnos entraña sacrificio.
Y aun así el maestro persevera porque entiende que la
relación humana no puede ser suplida por máquina alguna. Y quema pestañas en
aulas y pasillos porque se percata de que la tropa lo precisa. Y concibe que
debe prestar ese servicio a la comunidad. Y se vuelca cada día en aras de un progreso
consecuente. Y se bate el cobre para que las herramientas no fabriquen esclavos.
En consciente, sin embargo, de que el entorno no ayuda
demasiado. Que las influencias más allá de las lindes colegiales son tantas que
causan profunda mella. Que el efecto imitación de tanto adulto aborregado es
hándicap a superar. Las circunstancias desfavorables parecen ganar la batalla
cada día. Mas ni con esas arroja la toalla. La vocación le puede.
Hoy, 30 de junio, permíteme, maestro, que te felicite.
Comienzas ahora un merecidísimo descanso. A sabiendas de que a la vuelta, al
regreso, a la rentrée, tendrás que
extirpar nuevos pólipos adheridos. Serán las algas, hongos, virus y bacterias
que pululan por las rendijas veraniegas.
Y cuando digo, y escribo, MAESTRO –ahora en mayúscula–, no
es menester recurrir a la cursilada para englobar a todo el colectivo.
Manifestado queda, filólogos de nuevo cuño.
En solidaridad, me tomo, asimismo, unas holganzas. Necesito
pensar, recapacitar. No me hallo cansado, pero la mente exige una desconexión.
En el ínterin, puede que haga una limpia. Porque no demando lectores a los que
luego deba halagar por el favor prestado. Estoy harto de los que se echan
flores y reivindican manos por arriba. De los que creen que su ombligo es el
centro del universo. Por ello, maestro, admiro esa labor que tiende a romper
estereotipos. Haces buena, en tu ámbito, claro, la sentencia de Juanito Cruz: “Al
periodismo lo hemos asesinado entre todos, pero puede salvarse”. No perdamos la
esperanza. A pesar de tanto consentido (normalmente, analfabeto funcional:
individuo incapaz de utilizar su capacidad de lectura, escritura y cálculo de forma
eficiente en las situaciones habituales de la vida cotidiana), el futuro está
por escribir. Hasta luego.
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