miércoles, 5 de febrero de 2020

Visión retrospectiva

Antes, pero muy antes, cuando éramos jóvenes, decíamos que un camión, o cualquier otro vehículo, se había “esmochado”. Y cuando íbamos a las Fiestas del Puerto con nuestros padres, contemplábamos atónitos y extasiados los cochitos de “esmoche”, aunque solo tuviésemos edad para subirnos a los otros que giraban en aquel vetusto circuito y que manejabas dándole vueltas a un volante dislocado. Mientras, en las dos curvas de 180º realizabas titánicos esfuerzos para que no alcanzara al que llevabas delante. Y sin cinturón de seguridad. Vivencias de un chico de platanera, por donde pasaba el camión de las piñas y el coche de los dueños. La moto de mi padre vino más tarde. Y ahí sigue a falta de perras.

Recordé estos pasajes cuando leí que un ferri de Fred Olsen le había dado un estampido al muelle conejero de Playa Blanca. Hecho sin mayor trascendencia porque al día siguiente estaba navegando nuevamente con total normalidad, pero que valió para que los medios de comunicación se hartaran de causar heridas en las tres pasajeras que no pudieron sujetarse en el garaje del navío cuando iban a recoger el coche y se fueron de mandoble al suelo, aunque sin mayores consecuencias, salvo el susto de rigor.

Se han acostumbrado los medios de comunicación, y de camino nos han embarcado en la aventura, al sensacionalismo barato y cualquier incidente, por nimio que sea, es la excusa perfecta para cubrir el cometido diario de (des)informar. Elevamos a rango de noticia cualquier menudencia. O lo que es peor aún: exageramos cualquier acontecimiento hasta límites insospechados con tal de considerarnos el no va más en el mundo de la comunicación. Como lo que escuché ayer por la mañana a cierto encumbrado periodista: “el mismo área”. Perteneciente el distinguido al amplio sector de los de latinajos a mansalva: “a (o de) grosso modo” y “de motu propio”. Que suelen ser, también, los del insulto fácil. Al menos tres por este Norte tengo localizados. Cuánta laxitud en la libertad de expresión. Que no derecho al insulto, lancha rápida. Que hablar bien no cuesta un carajo y reporta un beneficio de puta madre.

Ayer hubo ventolera en algunas zonas de las islas. Nada del otro jueves si echo la vista atrás y recuerdo pasajes de cuando la familia vivía en la finca de La Gorvorana. Incluso en tiempos de antes de la moto. Y de cómo se inflaban los falsos techos realizados con cañizos o con sacos de pita (los del nitro azul, en sacos de cien kilos, después de lavados y enjalbegados) cada vez que el viento –aquellos sí que lo eran, y muy peligrosos los del mes de febrero– incursionaba por debajo de las tejas. O porque las había levantado e irrumpía por la tronja con tanta libertad como los conejos cuando se escapaban. Y tú por abajo veías cómo se signaban sus patas cada vez que se movían. Eso sí que eran dibujos animados. Y sin tele.

Y cuando estaba almorzando me dio tiempo de contemplar a una intrépida reportera desde Las Puntas, en La Frontera (El Hierro), que imitaba a sus correligionarias peninsulares en aconteceres de la pasada tormenta Gloria. Y allí estaba ella, fija como un estacón de la platanera al suelo, mientras el aire mecía su larga cabellera y el micro se arrullaba al compás del silbido (herreño, por supuesto). Qué necesidad. Qué ganas de hacer el estúpido en aras, parece, de impresionar a la audiencia. ¿Y si cualquier plancha vuela de una conejera y te saja la cabeza, criatura? Vas a perder un espectador, Victorio. Porque me parecía tu programa de más valía informativa que los telediarios, pero me temo que todo se pega. 

Creo que me pongo viejo. Ayer con recuerdos de La Gomera décadas atrás y hoy con visión retrospectiva de infancia y juventud. Tendré que prestar más atención al dicho del amigo perdomero: No nos pongamos sementales, no nos pongamos sementales.

Hasta mañana. Y a ver si se va esta dichosa calima y llueve de una maldita vez.

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