Antes, pero muy antes, cuando éramos jóvenes, decíamos que
un camión, o cualquier otro vehículo, se había “esmochado”. Y cuando íbamos a
las Fiestas del Puerto con nuestros padres, contemplábamos atónitos y
extasiados los cochitos de “esmoche”, aunque solo tuviésemos edad para subirnos
a los otros que giraban en aquel vetusto circuito y que manejabas dándole
vueltas a un volante dislocado. Mientras, en las dos curvas de 180º realizabas
titánicos esfuerzos para que no alcanzara al que llevabas delante. Y sin
cinturón de seguridad. Vivencias de un chico de platanera, por donde pasaba el
camión de las piñas y el coche de los dueños. La moto de mi padre vino más
tarde. Y ahí sigue a falta de perras.
Recordé estos pasajes cuando leí que un ferri de Fred Olsen
le había dado un estampido al muelle conejero de Playa Blanca. Hecho sin mayor
trascendencia porque al día siguiente estaba navegando nuevamente con total
normalidad, pero que valió para que los medios de comunicación se hartaran de
causar heridas en las tres pasajeras que no pudieron sujetarse en el garaje del
navío cuando iban a recoger el coche y se fueron de mandoble al suelo, aunque
sin mayores consecuencias, salvo el susto de rigor.
Se han acostumbrado los medios de comunicación, y de camino
nos han embarcado en la aventura, al sensacionalismo barato y cualquier
incidente, por nimio que sea, es la excusa perfecta para cubrir el cometido
diario de (des)informar. Elevamos a rango de noticia cualquier menudencia. O lo
que es peor aún: exageramos cualquier acontecimiento hasta límites
insospechados con tal de considerarnos el no va más en el mundo de la
comunicación. Como lo que escuché ayer por la mañana a cierto encumbrado
periodista: “el mismo área”. Perteneciente el distinguido al amplio sector de
los de latinajos a mansalva: “a (o de) grosso modo” y “de motu propio”. Que
suelen ser, también, los del insulto fácil. Al menos tres por este Norte tengo
localizados. Cuánta laxitud en la libertad de expresión. Que no derecho al
insulto, lancha rápida. Que hablar bien no cuesta un carajo y reporta un
beneficio de puta madre.
Ayer hubo ventolera en algunas zonas de las islas. Nada del
otro jueves si echo la vista atrás y recuerdo pasajes de cuando la familia
vivía en la finca de La Gorvorana. Incluso en tiempos de antes de la moto. Y de
cómo se inflaban los falsos techos realizados con cañizos o con sacos de pita (los
del nitro azul, en sacos de cien kilos, después de lavados y enjalbegados) cada
vez que el viento –aquellos sí que lo eran, y muy peligrosos los del mes de
febrero– incursionaba por debajo de las tejas. O porque las había levantado e
irrumpía por la tronja con tanta libertad como los conejos cuando se escapaban.
Y tú por abajo veías cómo se signaban sus patas cada vez que se movían. Eso sí
que eran dibujos animados. Y sin tele.
Y cuando estaba almorzando me dio tiempo de contemplar a una
intrépida reportera desde Las Puntas, en La Frontera (El Hierro), que imitaba a
sus correligionarias peninsulares en aconteceres de la pasada tormenta Gloria.
Y allí estaba ella, fija como un estacón de la platanera al suelo, mientras el
aire mecía su larga cabellera y el micro se arrullaba al compás del silbido (herreño,
por supuesto). Qué necesidad. Qué ganas de hacer el estúpido en aras, parece,
de impresionar a la audiencia. ¿Y si cualquier plancha vuela de una conejera y
te saja la cabeza, criatura? Vas a perder un espectador, Victorio. Porque me
parecía tu programa de más valía informativa que los telediarios, pero me temo
que todo se pega.
Creo que me pongo viejo. Ayer con recuerdos de La Gomera décadas
atrás y hoy con visión retrospectiva de infancia y juventud. Tendré que prestar
más atención al dicho del amigo perdomero: No nos pongamos sementales, no nos
pongamos sementales.
Hasta mañana. Y a ver si se va esta dichosa calima y llueve
de una maldita vez.
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