Iba cabizbaja, a la par que melancólica y aplanada, nuestra
protagonista por la calle realejera de El Agua –también Viera y Clavijo– en
dirección Norte. Minutos antes se había bajado del amortiguador trasero derecho
de un camión que le valió de medio de transporte desde Tacoronte. Aprovechó una ligera
parada del vehículo al pie de La Sombrera, casi en la confluencia de la calle
Tanque Arriba con la TF-342, en los aledaños del campo de fútbol, y tiró para
donde su más elemental sentido común le dictó. Debían ser las cinco de la
madrugada. E intuyendo que la travesía sería menos peligrosa que la más
transitada de Pablo García, arrancó la isóptera rumbo a lo desconocido.
Al pasar por la fachada de la casa donde naciera el
personaje que le da nombre a la vía pensó durante breves instantes si no sería
buena oportunidad fijar allí su nueva residencia. Décadas suficientes
aparentaba la edificación. Pero desechó la idea de manera ipso facta (por
aquello de la igualdad) y continuó dando tumbos por un amago de acera.
En el cruce de Godínez con Pedro García Cabrera, nuevo
dilema. Que apenas le supuso un retraso de breves segundos porque optó por
seguir descendiendo. A sus pituitarias acudieron al instante viejos olores de
carpintería. Como nueva en el pueblo nada sabía del taller de Manolo
Febles. Aunque el regusto le duró por lo menos una media hora.
Se acercaba al cementerio y, de pronto, ante ella, la silueta
de un enorme drago que se recortaba en el piche y en las casas aledañas debido
a los últimos reflejos de una luna llena imponente. Sintió un extraño frío en
su cuerpo. Justo al doblar la curva para enfilar la calle Cruz Verde, alguien
de voz profunda dijo a sus espaldas:
–¿Tienes fuego, compañera?
Un repentino temblor, acompañado de un frío gélido, la
invadió en todos y cada uno de los poros de su piel. Pero se armó de valor y
giró la cabeza para comprobar de quién, o qué, se trataba. Era un enorme
coleóptero de élitros lisos y cuerpo comprimido, más negro que la mala noche
que estaba pasando y dando un mal olor que tumbaba.
–Me has dado un susto de muerte.
–¿Y qué mejor sitio que este para estirar las patas, antenas
y resto anatómico de nuestra arrastrada existencia? Siento haberte causado
molestias, pero el mono cigarrero me puede, compañera. Y como debo levantarme
temprano antes de que el sepulturero llegue, aquí estoy con ganas de echar una
calada a esta colilla pero me quedé sin yesca.
–Pues no, lo siento. Lumbre jamás porto. No estoy dada a los
vicios. Lo mío solo es roer y la nicotina no me va.
Y siguió la marcha dejando al confuso interlocutor con tres
palmos de narices, con sus antenas articuladas…
–Que se habrá creído el coprófago este. Fos, qué mal aliento
desprendía. Y debe llevar meses sin bañarse, pensó durante la bajada hasta una
casa de la que salían bellas notas musicales cuando las primeras luces del alba
anunciaban el nacimiento de otra jornada.
Pasmada quedose ante aquellos glissandos que invadían
gratamente sus oídos. Después del tremendo susto de hacía un rato, qué confort
más placentero. Era bueno, desde luego, aquel intérprete que competía con su
trombón de varas el cántico mañanero de los pajarillos que pululaban por las
laderas del barranco que otrora delimitara ambos pueblos. Cuánto placer ahora.
Cerró los ojos ante tal dicha musical y casi se traspone
sostenida perdida, casi se le va el santo al cielo. Pero un nuevo peligro
acechaba. La luz era cada vez más intensa y corrió desesperadamente cuanto sus
patas le daban hasta alcanzar la puerta septentrional de aquel templo custodiado
por otros dos bellos ejemplares de la familia de las liliáceas.
En un recoveco de la vetusta madera se refugió para pasar las
horas en que el Sol imponía su dominio. Así llevaba desde que la descubrieron
en el solar de Guayonje y El Calvario donde despertó su imaginación el gran Óscar
Domínguez. La reticulitermes flavipes
no se adaptaba aún a una vida nómada. Creía rememorar la vieja serie de El fugitivo,
protagonizada por David Janssen. Intuía, no obstante, que el destino por esta
vez le había jugado una buena pasada y la había conducido a un pueblo tranquilo.
Y la razón le asistía, aunque ella, la termita invasora, no
estaba al cabo de saber que hasta en el ayuntamiento ya se aceptaban las propuestas
de la oposición por el grupo de gobierno. Después de roer un rato para reponer
las fuerzas perdidas, cayó en un profundo sueño mientras meditaba:
–Mañana será otro día.
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