Fue por un Día del Libro. Corría el año 2001. Y al Colegio Público de Punta Brava me fui de la mano de un buen amigo, que hoy ocupa un puesto de relevancia en el organigrama de Diario de Avisos. Y allí, en la biblioteca, en medio de una nutrida concurrencia, acerté a decir:
Primero me
llamó Agustín. Porque Agustín es un amigo. Que sólo nos vemos de vez en cuando,
muy de vez en cuando. Por eso, quizás, somos amigos. Y me embarcó en una
aventura tan bonita y sugerente como lo puede ser la lectura. Luego me llamó
Juani. Y sentí algo de vergüenza. Estuve unos días dándole vueltas al coco. ¿De
qué podría hablar, qué podría decir, qué podría contar?
Pensé si era
oportuno contarles las carencias de cuando uno era joven, cuando no teníamos
bibliotecas. ¿Cómo íbamos a tenerlas si no había un duro? Sólo un libro, gordo,
pero no como el de Petete. En él, todas las materias: mates, natus, lengua...
Pero no tenía ni un dibujo que animara su lectura. Me sacudí la cabeza y me
dije: ¡No, no hablaré de ese pasado, es muy triste!
Apagué la tele porque no me dejaba pensar. A mis manos, sin saber
cómo, llegó un libro titulado “Jugando a ser maestro”. Le eché una visual y me
era familiar. Y se me encendió la bombilla: les hablaré de mis libros, de mis
escritos, de mis artículos, de mis poemas, de mis historias... De pronto, se
fue la luz. Y se apagó la bombilla, claro. Déjate de boberías, no seas
presumido y cuenta algo de fundamento, algo que pueda interesar a grandes y
chicos. ¡Claro!, ¿cómo no me había dado cuenta antes? Si todos somos chicos; a
todos, por muchos años que hayamos cumplido, nos encanta el juego, el cuento. Y
nosotros, los que nos llamamos adultos, para quedar bien, lo pasamos chachi
piruli viviendo del cuento.
Hay un cuento hecho historia que me encanta. Narra las aventuras de
dos hermanos de hace un montón de años llamados Pepillo y Juanillo. Ya lo sé.
Son nombres raros. Ahora es lo más normal que se llamen Alazdair y Amsatu. Pero
como eran pobres, así se quedaron. Pero como son muchas aventuras, he decidido
que no hablaré de ellos.
Ya sé, haré un poema en redondillas, cuartetas o quintillas. ¡Jo!, ¿y
si sale chungo? ¡Qué va! Porque si me queda mal y la gente se ríe, se me pondrá
la cara más roja que un tomate y pueden pensar que me eché unos litros de vino
tinto de La Perdoma.
Vamos a ver: serénate, tranquilízate, cuenta hasta dos millones
cuatrocientas cincuenta y nueve mil quinientas veintiocho, sube al Teide
caminando, en marcha atrás, y desahoga tus inquietudes en la Punta del
Veril. ¿No se celebran estos actos para
dar realce y esplendor a las bibliotecas, a los libros? ¿No conmemoramos el Día
del Libro un 23 de abril para recordar a ese hombre llamado Miguel de Cervantes
del que heredamos ese Ingenioso Hidalgo D. Quijote de la Mancha y su célebre
escudero, medio barrigón, llamado Sancho Panza? Pero a lo mejor te sorprendo si
te digo que allá por 1920 el Día del Libro se hacía el 7 de octubre, porque fue
un 7 de octubre cuando nació ese autor. Ahora nos ha entrado la manía de
celebrar las cosas en los ocasos, en las postrimerías. No conozco a ningún
muerto que se haya alegrado porque lo hayan condecorado.
Te cuento un secreto: cuando les encargo a los alumnos en clase que
escriban algo, en muchas ocasiones me animo y empiezo yo también. Una vez,
mientras ellos redactaban un cuento navideño, me entró sana envidia en
contemplarlos tan entusiasmados y me contagié. El resultado fue la
participación en un concurso convocado por el ayuntamiento de mi pueblo. Y te
puedo asegurar que hubo un éxito rotundo. Este maestro que juega a un montón de
cosas, menos a fútbol, porque ya está viejo, no se ha vuelto a presentar. Pero
sus alumnos sí. Y los éxitos han seguido. Y como sé que al amigo Agustín le ha
ocurrido tres cuartos de lo mismo, desde aquí aprovecho para que en otra
ocasión les lea uno de los suyos. Yo he leído al menos uno. Y flipas con su
lectura, tío. Es un cuento de La Orotava, de La Villa. Y creo que también tiene
alguno del Puerto.
Por cierto, ahora que me acuerdo, hace de esto unos mil quinientos
años, cuando yo era mucho más joven y daba clases en un lugar llamado La Puntilla,
que está muy cerquita de la actual bolera del Hotel Panorámica ─¿te sitúas?─
escribí un cuento que luego leí a los chicos al final de curso. Me dio un
tembleque que parecía un polo derritiéndose al solajero en Playa Jardín. Lo
titulé “Los negros se hacen blancos”. ¡Ajá, ya está, bombilla encendida! Han
pasado unos diecisiete años, pero como me encuentro bien aquí entre ustedes, lo
voy a recontar. Será, entonces, un recuento. Y espero no hacer un refrito repentino,
porque responsablemente me reprobarían y recriminarían mi falta de
responsabilidad. Repito, reitero: reclamo rápidamente respuesta urgente. ¿Sí?;
vale, otro. ¿No hay más? Vamos allá.
No, no es tan rápido. Al contrario, es un cuento parsimonioso, tranquilo,
de los tiempos en que se vivía más lento, con más sosiego. Y no hay reyes, ni
princesas, ni hadas, ni duendes, ni castillos. Los personajes no son de ojos
azules y cabellos rubios. Y los animales son de lo más normal. Ni dragones de
siete cabezas que echan fuego como los volcanes, ni vacas locas, ni elefantes
voladores, ni focas malabaristas, ni pingüinos de elegante frac... ¿Cómo? ¡Ah!,
que comience ya. Vale.
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