El padre pensaba que aquel terreno no era peligroso, ni había animales dañinos en las cercanías, pero empezó a preocuparse. Y se le olvidaron las lecciones que él recomendaba, por lo que, al no mirar bien por donde pisaba, se pegó un tropezón que casi se va de narices. Ya Mamadou iba a echarse una risotada, pero descubrió que el papá había tropezado con la tortuga de Mariama. Y como las tortugas son muy lentas, la niña no podía estar lejos.
Y la encontraron profundamente dormida al pie del árbol en el que se había
puesto a descansar. Al levantarla, Mansour se percató de la hinchazón en la
zona de la picadura. Rápidamente la trasladaron al poblado y le hicieron beber
una pócima que conocían de sus antepasados, para que se le quitara el efecto
del veneno que el animal había introducido en el cuerpo de la niña.
Pasaron muchas horas y Mariama no mejoraba. Ni despertaba. Lo hizo a
los dos días, pero seguía mal. Y todos se dieron cuenta de que había
transcurrido mucho tiempo desde que el escorpión la había picado. La mamá
Ndiaye recordó lo que le había contado su abuela, cuando una persona logró
salvarse merced a una extraña cura que le habían hecho en el gran poblado; allá
muy lejos, donde el riachuelo se juntaba con el río grande, allá a donde se
había marchado el misionero.
Y papá Mansour no se lo pensó dos veces. Preparó rápidamente la canoa,
porque sabía que llegaría antes que caminando. Si remaba con todas sus fuerzas
y aprovechaba la corriente que se producía por efecto de las últimas lluvias,
pensaba que podría llegar en dos días y una noche. Además, por la selva tendría
que cargar a la niña. Cogió una buena cantidad de pócima para mantener a
Mariama despierta. Y se preguntaba: ¿llegaré a tiempo?, ¿no se dormirá para
siempre por el camino?
Con las primeras luces del alba inició el trayecto. Mamá vigilaba a la
niña y él remaba con todas sus fuerzas. Mamadou quedó en el poblado a cargo de
unos amigos.
Transcurrieron los días. Parecían más largos que los otros. Mamadou no
quería jugar. Estaba triste y se pasaba todo el día sentado a la orilla del
riachuelo. No se bañaba, apenas comía y no podía dormir. Tanto pensaba que ni
se había percatado de que había vuelto a llover y su cabaña ya no se mojaba por
dentro.
Los amigos de papá Mansour, viendo la preocupación del niño, le
pusieron un día, a la hora de la cena, unas gotas de un líquido que daba una
planta muy rara y que servía para dormir a las gentes cuando les iban a curar
alguna herida dolorosa para que no sintieran nada.
Esa noche el niño durmió profundamente. Y en sueños jugó con Mariama y
la tortuga. Y en sueños salió con su padre a cazar grandes animales de los que
aprovecharon sus pieles y su sabrosa carne. Y en sueños vio que llegaba al
poblado una linda mujer de raza blanca que decía ser una maestra. Y que traía algo
que ella llamaba libros, con dibujitos de colores. Y que aprendía a descifrar
lo que ponía en ellos. Y en sueños se vio cruzando el riachuelo y llegaba al
gran río y al gran poblado donde vivía mucha gente. Y lo hacía en una canoa que
él mismo había construido…
Abrió los ojos y el sol ya estaba en lo más alto del cielo. Estiró
fuertemente sus brazos, se frotó los ojos y bostezaba continuamente. Le parecía
escuchar su nombre allá a los lejos:
─Mamadou, Mamadou, Mamadou.
─Cuántas cosas he soñado, se repetía. Hasta se me antojaba escuchar la
voz de Mariama.
Volvió a
tenderse en el mismo sitio desde donde veía las estrellas cuando estaba el
agujerito en el techo, cerró los ojos y...
─Mamadou, Mamadou, Mamadou...
Sacudió la cabeza, pero ahora no soñaba. Aquella vocecita parecía
real. Se levantó medio desconfiado y salió fuera.
─Mamadou, ya estoy aquí.
Por una esquina del poblado venía corriendo Mariama. Su corazón le dio
un vuelco y se despertó del todo. Una inmensa lágrima rodó mejilla abajo y echó
a correr todo lo que sus piernas daban. En medio del poblado se fundió en un
larguísimo abrazo con la pequeña que sólo reía mostrando sus blanquísimos y
bien alineados dientecitos. Papa Mansour y mamá Ndiaye también se miraron y
sonrieron...
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