sábado, 26 de septiembre de 2020

Bien nos encanta un cuento (5)

El padre pensaba que aquel terreno no era peligroso, ni había animales dañinos en las cercanías, pero empezó a preocuparse. Y se le olvidaron las lecciones que él recomendaba, por lo que, al no mirar bien por donde pisaba, se pegó un tropezón que casi se va de narices. Ya Mamadou iba a echarse una risotada, pero descubrió que el papá había tropezado con la tortuga de Mariama. Y como las tortugas son muy lentas, la niña no podía estar lejos.

Y la encontraron profundamente dormida al pie del árbol en el que se había puesto a descansar. Al levantarla, Mansour se percató de la hinchazón en la zona de la picadura. Rápidamente la trasladaron al poblado y le hicieron beber una pócima que conocían de sus antepasados, para que se le quitara el efecto del veneno que el animal había introducido en el cuerpo de la niña.

Pasaron muchas horas y Mariama no mejoraba. Ni despertaba. Lo hizo a los dos días, pero seguía mal. Y todos se dieron cuenta de que había transcurrido mucho tiempo desde que el escorpión la había picado. La mamá Ndiaye recordó lo que le había contado su abuela, cuando una persona logró salvarse merced a una extraña cura que le habían hecho en el gran poblado; allá muy lejos, donde el riachuelo se juntaba con el río grande, allá a donde se había marchado el misionero.

Y papá Mansour no se lo pensó dos veces. Preparó rápidamente la canoa, porque sabía que llegaría antes que caminando. Si remaba con todas sus fuerzas y aprovechaba la corriente que se producía por efecto de las últimas lluvias, pensaba que podría llegar en dos días y una noche. Además, por la selva tendría que cargar a la niña. Cogió una buena cantidad de pócima para mantener a Mariama despierta. Y se preguntaba: ¿llegaré a tiempo?, ¿no se dormirá para siempre por el camino?

Con las primeras luces del alba inició el trayecto. Mamá vigilaba a la niña y él remaba con todas sus fuerzas. Mamadou quedó en el poblado a cargo de unos amigos.

Transcurrieron los días. Parecían más largos que los otros. Mamadou no quería jugar. Estaba triste y se pasaba todo el día sentado a la orilla del riachuelo. No se bañaba, apenas comía y no podía dormir. Tanto pensaba que ni se había percatado de que había vuelto a llover y su cabaña ya no se mojaba por dentro.

Los amigos de papá Mansour, viendo la preocupación del niño, le pusieron un día, a la hora de la cena, unas gotas de un líquido que daba una planta muy rara y que servía para dormir a las gentes cuando les iban a curar alguna herida dolorosa para que no sintieran nada.

Esa noche el niño durmió profundamente. Y en sueños jugó con Mariama y la tortuga. Y en sueños salió con su padre a cazar grandes animales de los que aprovecharon sus pieles y su sabrosa carne. Y en sueños vio que llegaba al poblado una linda mujer de raza blanca que decía ser una maestra. Y que traía algo que ella llamaba libros, con dibujitos de colores. Y que aprendía a descifrar lo que ponía en ellos. Y en sueños se vio cruzando el riachuelo y llegaba al gran río y al gran poblado donde vivía mucha gente. Y lo hacía en una canoa que él mismo había construido…

Abrió los ojos y el sol ya estaba en lo más alto del cielo. Estiró fuertemente sus brazos, se frotó los ojos y bostezaba continuamente. Le parecía escuchar su nombre allá a los lejos:

─Mamadou, Mamadou, Mamadou.

─Cuántas cosas he soñado, se repetía. Hasta se me antojaba escuchar la voz de Mariama.

Volvió a tenderse en el mismo sitio desde donde veía las estrellas cuando estaba el agujerito en el techo, cerró los ojos y...

─Mamadou, Mamadou, Mamadou...

Sacudió la cabeza, pero ahora no soñaba. Aquella vocecita parecía real. Se levantó medio desconfiado y salió fuera.

─Mamadou, ya estoy aquí.

Por una esquina del poblado venía corriendo Mariama. Su corazón le dio un vuelco y se despertó del todo. Una inmensa lágrima rodó mejilla abajo y echó a correr todo lo que sus piernas daban. En medio del poblado se fundió en un larguísimo abrazo con la pequeña que sólo reía mostrando sus blanquísimos y bien alineados dientecitos. Papa Mansour y mamá Ndiaye también se miraron y sonrieron...

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