Pues la mamá cogió un buen puñado de barro, lo amasó bien en un charquito que había quedado de las últimas lluvias, lo puso en una hoja enorme de una planta parecida a la ñamera de la Plaza del Charco y...
─Toma, agárralo fuerte y ten cuidado, no te vayas a caer.
Pero no
calculó bien el lanzamiento. El paquete remitido por correo aéreo fue directamente a
la cabeza del chico. Como no pudo protegerse a tiempo, perdió el equilibrio
y....
─¡Ay, ay, ay, aaayyyyy!
Voló sin
parapente ni ala delta y aterrizó en el charco. Se pegó un partigazo de mucho
cuidado. Se quedó estirado en medio de aquella agua canela y le entró barro
hasta por el ombligo. Cuando pudo levantarse parecía un polo de chocolate, un
mulato. Sólo se destacaban sus grandes ojos que brillaban como los faros de un
coche en una noche muy oscura. Mamá Ndiaye, cuando vio que caía, intentó
agarrarlo, pero a pesar de sus enormes esfuerzos no pudo evitarlo.
Pero no te vayas a creer que Mamadou soltó una lágrima después de
haber inventado el puenting sin
cuerda. Qué va, ni una. Era fuerte como una mula. Y estando su madre y su
hermana delante, y el padre de caza, ¿te acuerdas?, él era el hombre.
Una vez fuera de la piscina, se mordió sus gruesos labios, se limpió
los faros –perdón, los ojos─ y díjose para sus interiores íntimos de adentro:
─Tengo que intentarlo de nuevo
Y emprendió
la segunda aventura, pero ahora lo haría a su manera. No estaba dispuesto a que
otro envío postal lo alcanzase. Así que se amarró el paquetito a la cintura y
otra vez camino a las alturas. Pero con una lección tenía bastante, porque en
la segunda ocasión no hubo incidente alguno.
Se sentía feliz y dejó volar su imaginación. Ya se veía felicitado por
papá cuando regresara de cazar. Creía flotar sobre una nube, sin darse cuenta de
que todavía estaba sobre el tejado. Menos mal que se despertó, que si no se
mete el segundo partigazo del día. Pero lo que son las cosas, hoy parecía que
era ese día tonto que todos tenemos y que es mejor quedarse en casa acostado.
Cuando bajaba, se le trabó el taparrabos y en la lucha por desengancharse se
raspó todo el culito, que le quedó blanco como la nieve.
Él no sabía lo que era la nieve, pero sí sabía que cuando los negros
se hacen un raspón se les quedaba de aquel color. No te extrañes, cuando
nosotros los blancos nos damos un golpe se nos hace un morado, que con el
tiempo se va poniendo negro. Pero como Mamadou era un niño negro, cuando se
golpeaba le salía un blanco, para que se le notara. Porque, si no, cómo iba a
presumir. Compruebo que ya has entendido mi título de “Los negros se hacen
blancos”.
¿El taparrabos? No, no me he olvidado. Noto que son todos ustedes muy
inteligentes y no piensan dejar escaparme una. Hubo un tiempo en que ellos no
sabían lo que era verano ni invierno. Mucho menos el otoño y la primavera. Sólo
sabían que por la mañana salía el sol y por la tardecita se ocultaba tras
aquellas lejanas montañas a las que nunca habían llegado. Sabían que unas veces
llovía, pero jamás sintieron frío. Ni sabían lo que era. Por lo tanto no tenían
pantalones, ni calcetines, ni zapatos, ni tenis, ni camisas, ni siquiera
calzoncillos. Ni falta que les hacía.
Solamente con un pedacito de piel de alguno de los animales que
cazaban se tapaban aquello que diferencia a los niños de las niñas. ¡No te
rías! Y lo hacían porque les daba un poquito de vergüenza. Que no la habían
sentido desde siempre, sino desde cuando llegó el misionero. ¿Te acuerdas?
Antes de eso no llevaban nada y se sentían libres y felices, naturales como la
vida misma. Pero el misionero cuando vio a todo el mundo con aquello al aire se
puso colorado como los pimientos de las ensaladillas y decidió convencer a las
gentes del poblado para que usaran taparrabos. Y así fue. En vez de desnudarse
uno, se vistieron muchos. Y lo que son las cosas, cuando se marchó, como antes
te dije, siguieron con aquello tapado porque ya les daba cierta cosita volver a
quitárselo.
Menos mal que Mamadou no llegó a conocerlo –se había marchado antes de
él nacer─ porque con el enfado que tenía le hubiese colocado el taparrabos de
sombrero. Claro, si no hubiese llevado taparrabos, no se hubiera enganchado; y
si no se hubiera enganchado, no se hubiese raspado su culito; y si no se
hubiese raspado el culito, ahora no tendría un ‘blanco’ que le estaba doliendo
un montón; y si no le estuviese doliendo un montón, ahora estaría
corriendo detrás de las mariposas con
toda tranquilidad.
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