jueves, 24 de septiembre de 2020

Bien nos encanta un cuento (3)

Pues la mamá cogió un buen puñado de barro, lo amasó bien en un charquito que había quedado de las últimas lluvias, lo puso en una hoja enorme de una planta parecida a la ñamera de la Plaza del Charco y...

─Toma, agárralo fuerte y ten cuidado, no te vayas a caer.

Pero no calculó bien el lanzamiento. El paquete remitido por correo aéreo fue directamente a la cabeza del chico. Como no pudo protegerse a tiempo, perdió el equilibrio y....

─¡Ay, ay, ay, aaayyyyy!

Voló sin parapente ni ala delta y aterrizó en el charco. Se pegó un partigazo de mucho cuidado. Se quedó estirado en medio de aquella agua canela y le entró barro hasta por el ombligo. Cuando pudo levantarse parecía un polo de chocolate, un mulato. Sólo se destacaban sus grandes ojos que brillaban como los faros de un coche en una noche muy oscura. Mamá Ndiaye, cuando vio que caía, intentó agarrarlo, pero a pesar de sus enormes esfuerzos no pudo evitarlo.

Pero no te vayas a creer que Mamadou soltó una lágrima después de haber inventado el puenting sin cuerda. Qué va, ni una. Era fuerte como una mula. Y estando su madre y su hermana delante, y el padre de caza, ¿te acuerdas?, él era el hombre.

Una vez fuera de la piscina, se mordió sus gruesos labios, se limpió los faros –perdón, los ojos─ y díjose para sus interiores íntimos de adentro:

─Tengo que intentarlo de nuevo

Y emprendió la segunda aventura, pero ahora lo haría a su manera. No estaba dispuesto a que otro envío postal lo alcanzase. Así que se amarró el paquetito a la cintura y otra vez camino a las alturas. Pero con una lección tenía bastante, porque en la segunda ocasión no hubo incidente alguno.

Se sentía feliz y dejó volar su imaginación. Ya se veía felicitado por papá cuando regresara de cazar. Creía flotar sobre una nube, sin darse cuenta de que todavía estaba sobre el tejado. Menos mal que se despertó, que si no se mete el segundo partigazo del día. Pero lo que son las cosas, hoy parecía que era ese día tonto que todos tenemos y que es mejor quedarse en casa acostado. Cuando bajaba, se le trabó el taparrabos y en la lucha por desengancharse se raspó todo el culito, que le quedó blanco como la nieve.

Él no sabía lo que era la nieve, pero sí sabía que cuando los negros se hacen un raspón se les quedaba de aquel color. No te extrañes, cuando nosotros los blancos nos damos un golpe se nos hace un morado, que con el tiempo se va poniendo negro. Pero como Mamadou era un niño negro, cuando se golpeaba le salía un blanco, para que se le notara. Porque, si no, cómo iba a presumir. Compruebo que ya has entendido mi título de “Los negros se hacen blancos”.

¿El taparrabos? No, no me he olvidado. Noto que son todos ustedes muy inteligentes y no piensan dejar escaparme una. Hubo un tiempo en que ellos no sabían lo que era verano ni invierno. Mucho menos el otoño y la primavera. Sólo sabían que por la mañana salía el sol y por la tardecita se ocultaba tras aquellas lejanas montañas a las que nunca habían llegado. Sabían que unas veces llovía, pero jamás sintieron frío. Ni sabían lo que era. Por lo tanto no tenían pantalones, ni calcetines, ni zapatos, ni tenis, ni camisas, ni siquiera calzoncillos. Ni falta que les hacía.

Solamente con un pedacito de piel de alguno de los animales que cazaban se tapaban aquello que diferencia a los niños de las niñas. ¡No te rías! Y lo hacían porque les daba un poquito de vergüenza. Que no la habían sentido desde siempre, sino desde cuando llegó el misionero. ¿Te acuerdas? Antes de eso no llevaban nada y se sentían libres y felices, naturales como la vida misma. Pero el misionero cuando vio a todo el mundo con aquello al aire se puso colorado como los pimientos de las ensaladillas y decidió convencer a las gentes del poblado para que usaran taparrabos. Y así fue. En vez de desnudarse uno, se vistieron muchos. Y lo que son las cosas, cuando se marchó, como antes te dije, siguieron con aquello tapado porque ya les daba cierta cosita volver a quitárselo.

Menos mal que Mamadou no llegó a conocerlo –se había marchado antes de él nacer─ porque con el enfado que tenía le hubiese colocado el taparrabos de sombrero. Claro, si no hubiese llevado taparrabos, no se hubiera enganchado; y si no se hubiera enganchado, no se hubiese raspado su culito; y si no se hubiese raspado el culito, ahora no tendría un ‘blanco’ que le estaba doliendo un montón; y si no le estuviese doliendo un montón, ahora estaría corriendo  detrás de las mariposas con toda tranquilidad.

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