viernes, 25 de septiembre de 2020

Bien nos encanta un cuento (4)

Muchacho, te he contado tantas cosas de Mamadou, que se me había olvidado decirte que su hermanita tenía cinco años y se llamaba Mariama. Siempre se estaba riendo. Que yo recuerde, nunca la había visto llorar. Y cuando uno se ríe, enseña los dientes. Ella hacía lo mismo. Pero qué dientes más blancos. Más blancos que la ropa lavada con Ariel o Colón. Y perfectamente alineados. Sin aparatos ni boberías como los chicos de aquí.

Cerca del poblado había un riachuelo en el que se producía el baño diario. ¿Qué te pensabas, que los negros no se ensucian? Todo los días, baño, salvo cuando llovía, porque entonces había ducha. A veces removían mucho el agua y salían todos canelos, como envueltos en cola cao.

Casi todo el día estaban por fuera. La cabaña era sólo para dormir. No, no estés pensando mal. No hacían pis en el río cuando se bañaban. Eran más limpios que los de aquí, que van a la playa y... ¡chorrito va! Luego te metes tú en el agua y pasas por sitios en que está calentita. ¿De qué será? Como ellos vivían en la selva, se podían arrimar detrás de cualquier árbol y... ¿tú no has oído hablar de los abonos?

Un día, cuando Mariama tenía tres años y se encontraba jugando con una tortuga que el papá le había traído del río grande, aquél al que llevaba su agua el riachuelo que antes te conté, le entraron enormes ganas de hacer pis. Y se alejó en busca de un escondite. Pero iba distraída, sin seguir los consejos de papá, que le había dicho que se fijara siempre bien por donde pasaba. Cuando creyó estar en el lugar conveniente, empezó a vaciar los depósitos. Con tan mala fortuna que lo hizo encima de un escorpión grande y gordo que soñaba tranquilamente. Los escorpiones son animales tranquilos, aunque no lo parezca. Pero cuando sintió aquella inoportuna ducha caliente con que Mariama lo estaba regando, pensó que era un ataque del enemigo. Y se defendió como sabía. Sacó su poderoso aguijón y se lo clavó a la niña en el mismo sitio en que su hermano se había hecho daño cuando se le enganchó el taparrabos; es decir, en el culito.

A Mariama le dolió mucho la picada, pero no le dio importancia e inició el regreso a casa. Caminaba y caminaba, pero estaba desorientada. Todos los árboles se le antojaban iguales. Comenzó a sentirse mareada. Ella creía que era de tanto caminar, pero era el efecto del poderoso veneno del escorpión. Las ramas de los árboles parecían los brazos de enormes gigantes que querían atraparla. Todo comenzó a darle vueltas. Y se asustó mucho. Pero como pretendía ser como su hermano, se hizo la valiente. Pera ya las piernas no le respondían y se sentó al pie de uno de los pocos árboles pequeños que encontró y se quedó profundamente dormida.

En el poblado la mamá estaba empezando a preocuparse. Le dijo a Mamadou que diera una vuelta a ver dónde se había metido la hermana. Pero como no la encontró, se organizó la búsqueda. Papá Mansour pidió tranquilidad, la misma que él utilizaba cuando iba a cazar. Sabía que si se ponían nerviosos, sería mucho peor. Una vez calmados los ánimos, se distribuyeron los hombres. Las mujeres se quedarían en el poblado por si Mariama regresaba cuando ellos estuviesen fuera.

–¿Puedo ir contigo? –preguntó Mamadou.

El padre pensó que más tarde o más temprano tendría que aprender su oficio y como ésta era una buena ocasión para practicar, le respondió:

–De acuerdo, pero siempre a mi lado.

Al rato de haber salido, el pequeño ya creía saberlo todo. No dejaba de hablar, mientras papá, en absoluto silencio, observaba con suma atención, como las leonas cuando acechan a su presa. Tan entretenido iba Mamadou con sus alegatos que no se dio cuenta de una trampa de las que tenían papá Mansour y sus amigos en todo el bosque. Y se cayó dentro. Su padre se acercó al borde y le dijo:

–La primera lección ha sido un fracaso. Si hablaras menos y te fijaras más no pensarías que ya lo sabes todo. En la vida se aprende siempre, aunque tengas un montón de años. Se aprende de las plantas, de los animales. Y se aprende observando y no hablando tanto. Aprenderías si marcharas a mi lado en silencio; ni delante ni detrás, sino a mi lado. Y si quieres seguir conmigo, sal de ahí, porque no pienso echarte una mano.

Y con la misma siguió su camino. Sabía que el muchacho era un gran trepador y podría salir solo. En efecto, al instante, Mamadou estaba a su lado. Eso sí, caminando en el más absoluto de los silencios. El padre dijo para sí: “Esto marcha”.

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