Muchacho, te he contado tantas cosas de Mamadou, que se me había olvidado decirte que su hermanita tenía cinco años y se llamaba Mariama. Siempre se estaba riendo. Que yo recuerde, nunca la había visto llorar. Y cuando uno se ríe, enseña los dientes. Ella hacía lo mismo. Pero qué dientes más blancos. Más blancos que la ropa lavada con Ariel o Colón. Y perfectamente alineados. Sin aparatos ni boberías como los chicos de aquí.
Cerca del poblado había un riachuelo en el que se producía el baño
diario. ¿Qué te pensabas, que los negros no se ensucian? Todo los días, baño,
salvo cuando llovía, porque entonces había ducha. A veces removían mucho el
agua y salían todos canelos, como envueltos en cola cao.
Casi todo el día estaban por fuera. La cabaña era sólo para dormir.
No, no estés pensando mal. No hacían pis en el río cuando se bañaban. Eran más
limpios que los de aquí, que van a la playa y... ¡chorrito va! Luego te metes
tú en el agua y pasas por sitios en que está calentita. ¿De qué será? Como
ellos vivían en la selva, se podían arrimar detrás de cualquier árbol y... ¿tú
no has oído hablar de los abonos?
Un día, cuando Mariama tenía tres años y se encontraba jugando con una
tortuga que el papá le había traído del río grande, aquél al que llevaba su
agua el riachuelo que antes te conté, le entraron enormes ganas de hacer pis. Y
se alejó en busca de un escondite. Pero iba distraída, sin seguir los consejos
de papá, que le había dicho que se fijara siempre bien por donde pasaba. Cuando
creyó estar en el lugar conveniente, empezó a vaciar los depósitos. Con tan
mala fortuna que lo hizo encima de un escorpión grande y gordo que soñaba
tranquilamente. Los escorpiones son animales tranquilos, aunque no lo parezca.
Pero cuando sintió aquella inoportuna ducha caliente con que Mariama lo estaba
regando, pensó que era un ataque del enemigo. Y se defendió como sabía. Sacó su
poderoso aguijón y se lo clavó a la niña en el mismo sitio en que su hermano se
había hecho daño cuando se le enganchó el taparrabos; es decir, en el culito.
A Mariama le dolió mucho la picada, pero no le dio importancia e
inició el regreso a casa. Caminaba y caminaba, pero estaba desorientada. Todos
los árboles se le antojaban iguales. Comenzó a sentirse mareada. Ella creía que era
de tanto caminar, pero era el efecto del poderoso veneno del escorpión. Las
ramas de los árboles parecían los brazos de enormes gigantes que querían
atraparla. Todo comenzó a darle vueltas. Y se asustó mucho. Pero como pretendía
ser como su hermano, se hizo la valiente. Pera ya las piernas no le respondían
y se sentó al pie de uno de los pocos árboles pequeños que encontró y se quedó
profundamente dormida.
En el poblado la mamá estaba empezando a preocuparse. Le dijo a
Mamadou que diera una vuelta a ver dónde se había metido la hermana. Pero como
no la encontró, se organizó la búsqueda. Papá Mansour pidió tranquilidad, la
misma que él utilizaba cuando iba a cazar. Sabía que si se ponían nerviosos,
sería mucho peor. Una vez calmados los ánimos, se distribuyeron los hombres.
Las mujeres se quedarían en el poblado por si Mariama regresaba cuando ellos
estuviesen fuera.
–¿Puedo ir contigo? –preguntó Mamadou.
El padre pensó que más tarde o más temprano tendría que aprender su
oficio y como ésta era una buena ocasión para practicar, le respondió:
–De acuerdo, pero siempre a mi lado.
Al rato de
haber salido, el pequeño ya creía saberlo todo. No dejaba de hablar, mientras
papá, en absoluto silencio, observaba con suma atención, como las leonas cuando
acechan a su presa. Tan entretenido iba Mamadou con sus alegatos que no se dio
cuenta de una trampa de las que tenían papá Mansour y sus amigos en todo el
bosque. Y se cayó dentro. Su padre se acercó al borde y le dijo:
–La primera
lección ha sido un fracaso. Si hablaras menos y te fijaras más no pensarías que
ya lo sabes todo. En la vida se aprende siempre, aunque tengas un montón de
años. Se aprende de las plantas, de los animales. Y se aprende observando y no
hablando tanto. Aprenderías si marcharas a mi lado en silencio; ni delante ni
detrás, sino a mi lado. Y si quieres seguir conmigo, sal de ahí, porque no
pienso echarte una mano.
Y con la misma siguió su camino. Sabía que el muchacho era un gran
trepador y podría salir solo. En efecto, al instante, Mamadou estaba a su lado.
Eso sí, caminando en el más absoluto de los silencios. El padre dijo para sí:
“Esto marcha”.
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