lunes, 26 de marzo de 2018

Mala persona

Hace un par de décadas, y en un Valle de Canarias que no es el de La Orotava, hubo un señor –por denominarlo de manera cortés y educada– que no se caracterizó jamás por sus urbanidades. En todos los ámbitos en los que se desenvolvió fue tachado de mezquino. Ni los familiares más allegados escaparon de vituperios y ‘modales exquisitos’. Cuando falleció, y tal y como ocurre en casi todos los duelos, los comentarios suavizaban la situaciones vividas y hasta los sufridores más directos esgrimían aquello de que en el fondo tenía sentimientos. Todos hemos sido, a buen  seguro, partícipes de escenarios parecidos.
Allá a las tantas de la noche, cuando apenas quedaba una docena de personas en el velatorio, hizo acto de presencia quien, con toda firmeza, fue la principal víctima de las ruindades del difunto. Tras el saludo de rigor a los presentes, se acercó a la caja, apartó el pañuelo que cubría el rostro del fiambre, y mostrando la mayor solemnidad posible le espetó con una contundencia digna de enmarcar:
–Ojalá te hubieras muerto antes, c… Fuiste una muy mala persona.
Dejo a la consideración de cada cual el contenido de los puntos suspensivos.
Saco la anécdota a colación porque ha mucho menos –no han muerto pero son muy mayores y sus parientes los han recluido en una residencia– dos impresentables (ya está bien de eufemismos) se dedicaron durante una importante parte de su existencia a subir a lo alto de una loma que dominaba el barrio donde residían (una isla canaria que no comienza por la letra te) y desde allí proclamaban a los cuatro vientos, cual antena de telecomunicaciones, cuanta ocurrencia pasaba por la media neurona de la que ambos presumían. Se turnaban en el uso y disfrute del promontorio rocoso en el que depositaban sus miserias (posaderas) para matracas y diatribas.
Con el paso del tiempo se les sumaron otros tres indecentes. Estos, normalmente, se limitaban a mover la cabeza en sentido vertical. Aunque de vez en cuando osaban imitar comportamientos dialécticos usando la táctica del mimetismo mülleriano. Pequeños balbuceos, diríase. Comparsas, en suma, en todo ganado que se precie.
Las gentes del lugar entendieron que no era la cordura su fuerte. Y por dementes los tomaron. Hasta que en cierta ocasión, tantos fueron los insultos, ofensas, injurias, agravios, ultrajes, escarnios, improperios y humillaciones que profirieron las lenguas viperinas de los jefes de la reducida manada en una plácida tarde primaveral, que los tres advenedizos  se asustaron y salieron por patas cuando a lo lejos divisaron un par de ambulancias. De las que se bajaban unos señores vestidos de un blanco inmaculado y tres mastines napolitanos que con sus ladridos mafiosos ahogaban las ondas sonoras que discurrían ladera abajo.
Parece conveniente el suelto de rigor para explicar que lo de los sabuesos se enmarcaba en una de las primeras medidas de autodefensa del personal sanitario, tras los quince días de cursillos impartidos por cualificados miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. No solo en acciones del tipo que se narra (de más alto riesgo, evidentemente), sino que la presencia de canes, potencialmente peligrosos pasó a ser práctica común en ambulatorios, centros de salud y hospitales. Ni que decir que el número de pacientes disminuyó de manera drástica. Hasta los que se valían de muletas caminaban más deprisita.
Cuando la comitiva casi alcanzaba el punto de la transmisión, uno de los uniformados giró la cabeza y observó cómo un numeroso séquito salía de la aldea en dirección hacia ellos. Esperaron unos minutos para comprobar qué pretendía aquel cortejo. Al frente, su alcalde. Vara de mando en su mano derecha. Al llegar a la altura de los sanitarios (ya sabía la autoridad local que el delegado del gobierno había accedido a su petición de interceder en el conflicto), se quitó el sombrero, lo levantó con ceremonial rotundidad –gesto que entendió el acompañamiento como sublime cualidad militar– y dijo:
–Llévenme a mí también.
Todos quedaron estupefactos. Qué bicho podía haberle picado a la máxima autoridad municipal para que demandara idéntico trato al que, supuestamente, iba a dispensársele a los dos ‘locutores’ de la original emisora.
–Sí, –prosiguió el aparentemente arrepentido edil, quien, rodilla al suelo, elevaba sus brazos al infinito implorando misericordia– yo también soy mala persona; como esos dos indeseables a los que he protegido sin rubor y he permitido que soltaran lo que está escrito y más. Deténganme porque no soy digno de seguir ostentando este cargo ni un minuto más…
Entretanto, y como la multitud estaba muy pendiente de la extraña secuencia, los dos cachanchanes habían desaparecido. Aprovecharon la coyuntura pintiparada, descendieron por el lado contrario y se dirigieron a la charca que suministraba el agua para el riego de los cultivos de la zona.
–Si vienen a por nosotros –díjole el uno al otro– nos subiremos a la borda y amenazaremos con lanzarnos.
Había hecho acto de presencia, además, una pareja de la guardia civil, la que, tras poner al señor alcalde a buen recaudo de los cada vez más soliviantados vecinos, se dirigió con paso decidido y firme hacia el estanque. Ahora los enfermeros interpretaban un papel secundario y caminaban tras los verdes, sujetando firmemente a los chuchos.
Los individuos objeto de la movida, al comprobar que aquello iba en serio, treparon por el muro del costado del poniente y se encaramaron en el estrecho borde, mientras gritaban al unísono (debían tenerlo ensayado):
–Como sigan avanzando, nos tiramos.
Pero el cortejo no se detuvo.
–Nos tiramos.
Y cuando estuvieron a dos palmos los componentes del instituto armado.
–Nos vamos a tirar.
–Tardando están –les conminó el agente de más edad, el de poblado mostacho.
Y cuentan los más viejos del lugar que no se tiraron, porque de los cobardes no puede esperarse otra cosa. Los que son malas personas se aprovechan de miedos ajenos para tapar los suyos propios. Son puras fachadas.
El alcalde fue cesado. Y los neuróticos, bien pertrechados de elegante bozal, prestaron servicios a la comunidad, de manera permanente revisable, hasta que el juez que los tutelaba decidió su reinserción familiar décadas después. Y como el que siembra vientos, recoge tempestades, ningún pariente los quiso. Por lo que continúan matriculados en el centro aludido con la prohibición expresa de subir a la azotea, no sea que se enfogueten de nuevo. Fuentes dignas de todo crédito señalan que este próximo Jueves Santo, Día del Amor Fraterno, se les permitirá subir al púlpito de la iglesia para que, a cincuenta credos cada uno, completen el ritual de la centena que marcan los cánones. De los tres apéndices nunca más se supo. O se los tragó la tierra o se fueron para Venezuela.

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