Profundamente asqueado. Porque a pesar de mis reticencias,
siempre hay una gota que colma el vaso. Y lo ha sido ahora este último episodio
acaecido en la población onubense de El Campillo. Portada de periódicos y
noticia de apertura de todos los informativos. De alcance, que se menta. Aunque
no por ello va a mejorar la situación en una sociedad de hipócritas y fariseos.
No seamos tan falsos como para engañarnos hasta tal extremo. No se aporta la
ecuanimidad necesaria que la problemática requiere. Al contrario, echamos más
leña para avivar los fuegos del morbo y la desfachatez. Estoy harto de
sálvames, novelerías y chanchullos. Amén de políticos buitres. Auténticos
caldos de cultivo en los que engendros nadan a sus anchas y coadyuvan a que el
enfermo no mejore. Nada hay más placentero para el pirómano que contemplar
imágenes de una naturaleza en llamas. Y nos encanta chapotear en la porquería.
El periodismo se presta a ello y aporta importantes dosis de miseria por si
fuera poca la avalancha de incongruencias en las redes sociales.
Se abre la veda por enésima vez, aunque ya corrimos tupido
velo a la amplísima casuística anterior. Y exigimos a grito pelado legislar en
caliente. A la guillotina y que le sajen los testículos. Se incluye ilustración
en la solicitud. Otro vil asesinato y se reabre el debate sobre la reforma del
Código Penal. Y así llevamos desde ha la tira. Puede que desde la Prehistoria.
Se nos dispara (con perdón) la vena reivindicativa y la
adornamos con unos toques artísticos de indudable calado: “hijo de puta,
cabrón, petardo de mierda, que lo maten a él y a todos los asesinos y
violadores”. “Esta puta lacra, joder, cogerlo y pegarle un tiro en horario de
máxima audiencia y que lo vea todo el mundo y verás como la cosa va cambiando,
lo mismo para violadores, asesinos, pederastas y toda esa puta basura de la
sociedad, puto asco”. “Gracias a Podemos los asesinos y violadores tendrán una
segunda oportunidad; para asesinar y violar, claro”. “Justo sería dejárselo al
pueblo y que ellos se encarguen de él”. “Pena de muerte, a la silla eléctrica
lo mandaba”. “Ojo por ojo y diente por diente”. “Tranquilos, con nuestro
sistema penoso (que no penal) le dará tiempo a salir y matar a otra”. “Que
tenga el mismo castigo, el que a hierro mata, a hierro muera, matando al perro
se acabó la rabia”.
Son, por supuesto, unos botones apenas de un amplísimo
muestrario. Es la misma postura de quien, ante la publicación de un mero rumor
(bulo), nos sorprende con un exquisito “cómo me gustaría pillarlo y partirle
las piernas y reventarlo a patadas”. Si añadimos los retratos de Sánchez,
Iglesias y Garzón, mejor que mejor. Y los manidos y recurrentes conceptos de
prisión permanente, pena de muerte o castración, a cientos, puede que a miles.
Medidas preventivas para no dar lugar a estas situaciones, ni una. No se
reclaman porque la normalidad no vende.
Todo ello hasta el instante en que el luctuoso suceso ya no
dé más de sí y sea imposible exprimir el filón. Instante en el que nos
acordaremos de que la hambruna en África sigue llevando al hoyo a cientos de
niños. Puede que en esta inminente Navidad sea conveniente un recordatorio para
enviarles nuestra solidaridad con mensajes de paz y amor, que es alimento que
engorda bastante.
¿Y cuándo nos sentamos a debatir sobre qué falla en esta
sociedad podrida? Porque este afer no es, desgraciadamente, una desnuda
circunstancia aislada de un contexto idílico. Es, llana y simplemente,
consecuencia inequívoca de que mucho está funcionando mal. Y ajenos a ello,
ninguno.
Los maestros –docentes, en general– perdimos el respeto
cuando entendimos que los alumnos eran nuestros colegas. Les dimos un dedo en
señal de buena predisposición y ellos se cogieron la mano. Ya estaba dado el
primer paso. Cambiamos el usted por el tú porque era más progre y la autoridad
moral se fue a hacer puñetas. Ahora debemos corregirle el cuaderno a varios
metros de distancia por razones obvias. Y hemos alcanzado el punto –paradoja
pura y dura– de exigir cambios en la legislación para que se nos reconozca esa
autoridad que contribuimos a perder.
Los padres fallamos en casi todo, porque ya no tenemos hijos
sino compis. De tal suerte (¿o escribo desgracia?), somos muchos más jóvenes,
más chachis. Sabemos hablar el idioma de la juventud, chateamos, guasapeamos y
si por un casual nos correspondiera ponernos serios y asumir al papel que como
progenitores tenemos reservado, será tarde y nos tropezaremos con un
contundente “vete al carajo, pureta”; como muy suave.
Los medios de comunicación se privan ante sucesos de tal
calado. Como el que ahora nos concita. Prima el espectáculo y vende el morbo. Y
no es necesario citas especiales porque nos basta con la bazofia que se estila
en los informativos.
Existen formaciones políticas que demandan endurecer la
legislación y al tiempo defienden que la Ley de Violencia de Género no tiene
razón de ser. Debe ser de boquilla para afuera, puesto que el andar de la
perrita parece señalar que les sería más práctico aquello de aquí te pillo y
aquí te mato. Pretenderán emular aquellos regímenes –también nos podemos dar un
paseo por EE.UU., ¿paradigma de libertades?– en los que la pena de muerte no ha
sido capaz (más bien todo lo contrario) de evitar la venta masiva de armas a
títulos individual o colectivo, ni que un estudiante la emprenda a tiros contra
profesores y alumnos en cualquier centro docente.
No quiero extenderme que tenemos por delante un festivo fin
de semana y un prometedor inicio de la
siguiente. Soy consciente, además, de que tú podrás añadir bastantes párrafos a
este artículo de hoy. Pero te confieso que estoy profundamente asqueado,
asquerosamente cabreado.
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