viernes, 21 de diciembre de 2018

Estoy asqueado

Profundamente asqueado. Porque a pesar de mis reticencias, siempre hay una gota que colma el vaso. Y lo ha sido ahora este último episodio acaecido en la población onubense de El Campillo. Portada de periódicos y noticia de apertura de todos los informativos. De alcance, que se menta. Aunque no por ello va a mejorar la situación en una sociedad de hipócritas y fariseos. No seamos tan falsos como para engañarnos hasta tal extremo. No se aporta la ecuanimidad necesaria que la problemática requiere. Al contrario, echamos más leña para avivar los fuegos del morbo y la desfachatez. Estoy harto de sálvames, novelerías y chanchullos. Amén de políticos buitres. Auténticos caldos de cultivo en los que engendros nadan a sus anchas y coadyuvan a que el enfermo no mejore. Nada hay más placentero para el pirómano que contemplar imágenes de una naturaleza en llamas. Y nos encanta chapotear en la porquería. El periodismo se presta a ello y aporta importantes dosis de miseria por si fuera poca la avalancha de incongruencias en las redes sociales.
Se abre la veda por enésima vez, aunque ya corrimos tupido velo a la amplísima casuística anterior. Y exigimos a grito pelado legislar en caliente. A la guillotina y que le sajen los testículos. Se incluye ilustración en la solicitud. Otro vil asesinato y se reabre el debate sobre la reforma del Código Penal. Y así llevamos desde ha la tira. Puede que desde la Prehistoria.
Se nos dispara (con perdón) la vena reivindicativa y la adornamos con unos toques artísticos de indudable calado: “hijo de puta, cabrón, petardo de mierda, que lo maten a él y a todos los asesinos y violadores”. “Esta puta lacra, joder, cogerlo y pegarle un tiro en horario de máxima audiencia y que lo vea todo el mundo y verás como la cosa va cambiando, lo mismo para violadores, asesinos, pederastas y toda esa puta basura de la sociedad, puto asco”. “Gracias a Podemos los asesinos y violadores tendrán una segunda oportunidad; para asesinar y violar, claro”. “Justo sería dejárselo al pueblo y que ellos se encarguen de él”. “Pena de muerte, a la silla eléctrica lo mandaba”. “Ojo por ojo y diente por diente”. “Tranquilos, con nuestro sistema penoso (que no penal) le dará tiempo a salir y matar a otra”. “Que tenga el mismo castigo, el que a hierro mata, a hierro muera, matando al perro se acabó la rabia”.
Son, por supuesto, unos botones apenas de un amplísimo muestrario. Es la misma postura de quien, ante la publicación de un mero rumor (bulo), nos sorprende con un exquisito “cómo me gustaría pillarlo y partirle las piernas y reventarlo a patadas”. Si añadimos los retratos de Sánchez, Iglesias y Garzón, mejor que mejor. Y los manidos y recurrentes conceptos de prisión permanente, pena de muerte o castración, a cientos, puede que a miles. Medidas preventivas para no dar lugar a estas situaciones, ni una. No se reclaman porque la normalidad no vende.
Todo ello hasta el instante en que el luctuoso suceso ya no dé más de sí y sea imposible exprimir el filón. Instante en el que nos acordaremos de que la hambruna en África sigue llevando al hoyo a cientos de niños. Puede que en esta inminente Navidad sea conveniente un recordatorio para enviarles nuestra solidaridad con mensajes de paz y amor, que es alimento que engorda bastante.
¿Y cuándo nos sentamos a debatir sobre qué falla en esta sociedad podrida? Porque este afer no es, desgraciadamente, una desnuda circunstancia aislada de un contexto idílico. Es, llana y simplemente, consecuencia inequívoca de que mucho está funcionando mal. Y ajenos a ello, ninguno.
Los maestros –docentes, en general– perdimos el respeto cuando entendimos que los alumnos eran nuestros colegas. Les dimos un dedo en señal de buena predisposición y ellos se cogieron la mano. Ya estaba dado el primer paso. Cambiamos el usted por el tú porque era más progre y la autoridad moral se fue a hacer puñetas. Ahora debemos corregirle el cuaderno a varios metros de distancia por razones obvias. Y hemos alcanzado el punto –paradoja pura y dura– de exigir cambios en la legislación para que se nos reconozca esa autoridad que contribuimos a perder.
Los padres fallamos en casi todo, porque ya no tenemos hijos sino compis. De tal suerte (¿o escribo desgracia?), somos muchos más jóvenes, más chachis. Sabemos hablar el idioma de la juventud, chateamos, guasapeamos y si por un casual nos correspondiera ponernos serios y asumir al papel que como progenitores tenemos reservado, será tarde y nos tropezaremos con un contundente “vete al carajo, pureta”; como muy suave.
Los medios de comunicación se privan ante sucesos de tal calado. Como el que ahora nos concita. Prima el espectáculo y vende el morbo. Y no es necesario citas especiales porque nos basta con la bazofia que se estila en los informativos.
Existen formaciones políticas que demandan endurecer la legislación y al tiempo defienden que la Ley de Violencia de Género no tiene razón de ser. Debe ser de boquilla para afuera, puesto que el andar de la perrita parece señalar que les sería más práctico aquello de aquí te pillo y aquí te mato. Pretenderán emular aquellos regímenes –también nos podemos dar un paseo por EE.UU., ¿paradigma de libertades?– en los que la pena de muerte no ha sido capaz (más bien todo lo contrario) de evitar la venta masiva de armas a títulos individual o colectivo, ni que un estudiante la emprenda a tiros contra profesores y alumnos en cualquier centro docente.
No quiero extenderme que tenemos por delante un festivo fin de semana y un prometedor inicio de la siguiente. Soy consciente, además, de que tú podrás añadir bastantes párrafos a este artículo de hoy. Pero te confieso que estoy profundamente asqueado, asquerosamente cabreado.

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