Pienso que no es nada nuevo, pero como en la actualidad nos
encanta inventar conceptos, redactar unas líneas al respecto y engrosar la
lista de entradas de Wikipedia, así nos va. Tanto que llegará el momento en que
nos será imposible abarcar todo y no nos quedará otro remedio que apuntarnos a
un partido político con perspectivas de gobierno y a medrar. Único caso en el
que no es necesario que en tu currículum figuren estudios y preparación. Y en
caso de que te exijan –más que nada para rellenar– te inventas unos másteres y
asunto arreglado. La universidad es lo de menos porque puedes cursarlos por
correspondencia, y te envían el título a casa, o, en último caso, adquirirlos,
por ejemplo, en Wyoming.
En estos supuestos de palabrería rara, lo mejor es ir al
diccionario. No te preocupes si aquel viejo de la escuela ya pasó a mejor vida.
En ese móvil, del que después vamos a escribir, lo tienes. Pues bien,
obsolescencia es cualidad de obsolescente . Y esta a su vez, que está
volviéndose obsoleto. Y por último, anticuado o inadecuado a las
circunstancias, modas o necesidades actuales. Así, todo clarito, para que no te
pase lo que al alumno que se inicia en estas lides y va a la mesa del profesor
todo preocupado porque en el vocablo desconocido le salió un sinónimo del que
tampoco tiene pajolera idea.
Te habrás percatado de que ya la RAE se puso al día y nos
cita lo de las modas. Porque, en definitiva, ahí radica todo. El día a día nos
impone tantas servidumbres que caemos con inusitada frecuencia en la red que
tejen las multinacionales. Y nos lanzamos –literalmente– a las compras desaforadas
porque el amigo lo tiene, porque corren más o porque no voy a ser yo el único de
la manada que no entra por el redil.
Pero no es tan moderno este particular como podríamos
pensar. Hace ya muchos años que desaparecieron los técnicos que nos arreglaban
el televisor. Cada vez somos menos los que acudimos en busca de alguien que
recomponga nuestra nevera, el calentador o la campana extractora. Los relojeros
son una rara avis. Los zapateros, más de lo mismo. Solo en épocas severas de
crisis –y de la que estamos saliendo no lo fue– recurrimos al remiendo.
Los fabricantes imponen su criterio desde la fase de diseño.
Nada de repuestos. Se programa el corto tiempo de vida útil y el consumidor
pone el resto, brutalmente ayudado por potentes campañas de publicidad. Los
basureros no dan abasto. Los artilugios electrónicos se amontonan y se
convierten en problemas añadidos a un mundo que llenamos de porquería a un
ritmo paralelo al del crecimiento poblacional. Pero hay que vender. Importa el
aquí y ahora. Que los del mañana naden en montañas de basura. Y como seguimos
trayendo gente al mundo, de no “cortar por lo sano”, lo que conocemos por
Tierra no va a poder seguir flotando en el espacio.
Casi todos protestamos. Y gritamos que esto no puede seguir
así. Pero nadie se baja del burro. Las colas, cada vez que se presenta
cualquier novedad, superan con creces las migraciones de ñus, mero ejemplo,
cuando escasean las lluvias en el Serengueti. Los organismos públicos lanzan
programas informativos, muy de vez en cuando, más que para frenar, por aquello
de que, por otra parte, defienden la potenciación del consumo como manera de
mover la economía, para justificar el
desaguisado con estos tímidos amagos.
Las repercusiones medioambientales son de tal envergadura
que en unas décadas –aunque enviemos los residuos a eso llamado Tercer Mundo;
sí, así de cruel, pero así de real– estaremos comiendo tanta mierda –mucho más
que la actual–, que cualquier ficción cinematográfica se nos quedará corta. Y
todo porque mi móvil, mi tele, mi tableta, mi la madre que parió la cerrazón de
una humanidad que se congratula en destruirse a pasos agigantados, ya no pintan
como la del vecino. Y eso si que no. Antes muerta que rendida. Que no voy a ser
yo menos que nadie.
“Esta práctica (obsolescencia programada) ha creado un
creciente malestar entre los consumidores”, leo en la precitada Wikipedia. ¿Me
lo creo? Cuando echo una visual a los Black Friday u otros eventos de similares
características, dudo, y mucho. Al contemplar cómo los críos rompen papeles el
Día de Reyes y no prestan demasiada atención al contenido de los numerosos
paquetes –cómo demonios podrían los camellos con tantos– sigo dudando. Por
ello, nado en un mar de dudas. Debo estar obsoleto.
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