lunes, 3 de diciembre de 2018

Obsolescencia programada

Pienso que no es nada nuevo, pero como en la actualidad nos encanta inventar conceptos, redactar unas líneas al respecto y engrosar la lista de entradas de Wikipedia, así nos va. Tanto que llegará el momento en que nos será imposible abarcar todo y no nos quedará otro remedio que apuntarnos a un partido político con perspectivas de gobierno y a medrar. Único caso en el que no es necesario que en tu currículum figuren estudios y preparación. Y en caso de que te exijan –más que nada para rellenar– te inventas unos másteres y asunto arreglado. La universidad es lo de menos porque puedes cursarlos por correspondencia, y te envían el título a casa, o, en último caso, adquirirlos, por ejemplo, en Wyoming.
En estos supuestos de palabrería rara, lo mejor es ir al diccionario. No te preocupes si aquel viejo de la escuela ya pasó a mejor vida. En ese móvil, del que después vamos a escribir, lo tienes. Pues bien, obsolescencia es cualidad de obsolescente . Y esta a su vez, que está volviéndose obsoleto. Y por último, anticuado o inadecuado a las circunstancias, modas o necesidades actuales. Así, todo clarito, para que no te pase lo que al alumno que se inicia en estas lides y va a la mesa del profesor todo preocupado porque en el vocablo desconocido le salió un sinónimo del que tampoco tiene pajolera idea.
Te habrás percatado de que ya la RAE se puso al día y nos cita lo de las modas. Porque, en definitiva, ahí radica todo. El día a día nos impone tantas servidumbres que caemos con inusitada frecuencia en la red que tejen las multinacionales. Y nos lanzamos –literalmente– a las compras desaforadas porque el amigo lo tiene, porque corren más o porque no voy a ser yo el único de la manada que no entra por el redil.
Pero no es tan moderno este particular como podríamos pensar. Hace ya muchos años que desaparecieron los técnicos que nos arreglaban el televisor. Cada vez somos menos los que acudimos en busca de alguien que recomponga nuestra nevera, el calentador o la campana extractora. Los relojeros son una rara avis. Los zapateros, más de lo mismo. Solo en épocas severas de crisis –y de la que estamos saliendo no lo fue– recurrimos al remiendo.
Los fabricantes imponen su criterio desde la fase de diseño. Nada de repuestos. Se programa el corto tiempo de vida útil y el consumidor pone el resto, brutalmente ayudado por potentes campañas de publicidad. Los basureros no dan abasto. Los artilugios electrónicos se amontonan y se convierten en problemas añadidos a un mundo que llenamos de porquería a un ritmo paralelo al del crecimiento poblacional. Pero hay que vender. Importa el aquí y ahora. Que los del mañana naden en montañas de basura. Y como seguimos trayendo gente al mundo, de no “cortar por lo sano”, lo que conocemos por Tierra no va a poder seguir flotando en el espacio.
Casi todos protestamos. Y gritamos que esto no puede seguir así. Pero nadie se baja del burro. Las colas, cada vez que se presenta cualquier novedad, superan con creces las migraciones de ñus, mero ejemplo, cuando escasean las lluvias en el Serengueti. Los organismos públicos lanzan programas informativos, muy de vez en cuando, más que para frenar, por aquello de que, por otra parte, defienden la potenciación del consumo como manera de mover la economía, para justificar  el desaguisado con estos tímidos amagos.
Las repercusiones medioambientales son de tal envergadura que en unas décadas –aunque enviemos los residuos a eso llamado Tercer Mundo; sí, así de cruel, pero así de real– estaremos comiendo tanta mierda –mucho más que la actual–, que cualquier ficción cinematográfica se nos quedará corta. Y todo porque mi móvil, mi tele, mi tableta, mi la madre que parió la cerrazón de una humanidad que se congratula en destruirse a pasos agigantados, ya no pintan como la del vecino. Y eso si que no. Antes muerta que rendida. Que no voy a ser yo menos que nadie.
“Esta práctica (obsolescencia programada) ha creado un creciente malestar entre los consumidores”, leo en la precitada Wikipedia. ¿Me lo creo? Cuando echo una visual a los Black Friday u otros eventos de similares características, dudo, y mucho. Al contemplar cómo los críos rompen papeles el Día de Reyes y no prestan demasiada atención al contenido de los numerosos paquetes –cómo demonios podrían los camellos con tantos– sigo dudando. Por ello, nado en un mar de dudas. Debo estar obsoleto.

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