domingo, 27 de septiembre de 2020

Bien nos encanta un cuento (y 6)

Cuántos cuentos hay en los libros. Todos ellos mucho más bonitos que éste que te acabo de contar. Porque los cuentos se cuentan y nos cuentan. Y los hay de todos los gustos y colores. Como los yogures, por ejemplo.

En el semanario independiente El Regional (La Orotava, 25 de febrero de 1905, año I, número 9, páginas 1 y 2) encontramos un interesante artículo, “El amor á los libros”, que nos relata la importancia fundamental de estos “pequeños paralelepípedos, aprisionados entre ocho aristas”, donde se recogen los frutos más admirables del ingenio humano.

En referencia a la biblioteca que los contiene, compara sus armarios con un pequeño estado que es menester gobernar, con todos los placeres, desalientos y glorificaciones que sentiría el pequeño monarca que, no pudiendo ensanchar sus confines de estado cuanto quisiera, se consuela y divierte recorriendo continuamente lo poco que posee.

Respecto a la influencia que ese conjunto de libros puede ejercer en los niños:

Bueno es inspirar á la infancia el culto de los libros antes de que tengan amor á la lectura. Una habitación silenciosa donde de vez en cuando una persona inmóvil y seria, consagrada al pensamiento, deja en su imaginación huellas que trascenderán á su vida ulterior.

Yo también digo: bueno, nobles gentes de la Punta Brava, de la otrora María Jiménez, fíjense si soy viejo, si no les convencí, disimulen un fisquito. Y si logré atraer la atención y distraerles unos minutos, mejor que mejor. Sigan con las nobles causas. Y la lectura bien merece nuestros esfuerzos. En los libros se encierra todo lo maravilloso que podemos conocer desde los confines del universo. Y ahora, para concluir, para que el artista se sienta complacido, halagado y recompensado, después de que aplaudan mi osadía, les dedicaré unas coplillas alusivas a la festividad. Pero, venga, o aplauden o me guardo el papel en el bolsillo.

Gracias miles, noble gente, / por tamaña complacencia, / concédanme su indulgencia / si lo estiman conveniente.

A veces, se atreve uno, / y en buen lío se mete, / contra todos arremete, / ¡qué tío más oportuno!

A pesar de los pesares, / el libro no morirá, / adelante él saldrá, / por encima de avatares.

Si me permites, quisiera, / sugerirte la lectura / no me llames caradura, / mi intención ésa no era. 

El libro será tu amigo / y tu hogar la biblioteca, / allí hallarás a Babieca, / al Cid y también Luis Figo.

De todo tenemos “Día” / y es que todo celebramos, / pero a veces no pensamos: / eres libro luz y guía.

Es difícil dar consejos / en los tiempos actuales, / perdonen cuestiones tales / a un mago de Los Realejos.

Si quieres dar en el clavo, / te recomiendo que leas; / no digo: tele no veas, / pero no seas su esclavo.

Siempre busca la ocasión, / debes leer un ratito, / si quieres te lo repito: / “come libros con fruición”.

Se agotó la redondilla, / que es un cuarteto menor, / ya se marcha el orador, / se acabó la pesadilla.

sábado, 26 de septiembre de 2020

Bien nos encanta un cuento (5)

El padre pensaba que aquel terreno no era peligroso, ni había animales dañinos en las cercanías, pero empezó a preocuparse. Y se le olvidaron las lecciones que él recomendaba, por lo que, al no mirar bien por donde pisaba, se pegó un tropezón que casi se va de narices. Ya Mamadou iba a echarse una risotada, pero descubrió que el papá había tropezado con la tortuga de Mariama. Y como las tortugas son muy lentas, la niña no podía estar lejos.

Y la encontraron profundamente dormida al pie del árbol en el que se había puesto a descansar. Al levantarla, Mansour se percató de la hinchazón en la zona de la picadura. Rápidamente la trasladaron al poblado y le hicieron beber una pócima que conocían de sus antepasados, para que se le quitara el efecto del veneno que el animal había introducido en el cuerpo de la niña.

Pasaron muchas horas y Mariama no mejoraba. Ni despertaba. Lo hizo a los dos días, pero seguía mal. Y todos se dieron cuenta de que había transcurrido mucho tiempo desde que el escorpión la había picado. La mamá Ndiaye recordó lo que le había contado su abuela, cuando una persona logró salvarse merced a una extraña cura que le habían hecho en el gran poblado; allá muy lejos, donde el riachuelo se juntaba con el río grande, allá a donde se había marchado el misionero.

Y papá Mansour no se lo pensó dos veces. Preparó rápidamente la canoa, porque sabía que llegaría antes que caminando. Si remaba con todas sus fuerzas y aprovechaba la corriente que se producía por efecto de las últimas lluvias, pensaba que podría llegar en dos días y una noche. Además, por la selva tendría que cargar a la niña. Cogió una buena cantidad de pócima para mantener a Mariama despierta. Y se preguntaba: ¿llegaré a tiempo?, ¿no se dormirá para siempre por el camino?

Con las primeras luces del alba inició el trayecto. Mamá vigilaba a la niña y él remaba con todas sus fuerzas. Mamadou quedó en el poblado a cargo de unos amigos.

Transcurrieron los días. Parecían más largos que los otros. Mamadou no quería jugar. Estaba triste y se pasaba todo el día sentado a la orilla del riachuelo. No se bañaba, apenas comía y no podía dormir. Tanto pensaba que ni se había percatado de que había vuelto a llover y su cabaña ya no se mojaba por dentro.

Los amigos de papá Mansour, viendo la preocupación del niño, le pusieron un día, a la hora de la cena, unas gotas de un líquido que daba una planta muy rara y que servía para dormir a las gentes cuando les iban a curar alguna herida dolorosa para que no sintieran nada.

Esa noche el niño durmió profundamente. Y en sueños jugó con Mariama y la tortuga. Y en sueños salió con su padre a cazar grandes animales de los que aprovecharon sus pieles y su sabrosa carne. Y en sueños vio que llegaba al poblado una linda mujer de raza blanca que decía ser una maestra. Y que traía algo que ella llamaba libros, con dibujitos de colores. Y que aprendía a descifrar lo que ponía en ellos. Y en sueños se vio cruzando el riachuelo y llegaba al gran río y al gran poblado donde vivía mucha gente. Y lo hacía en una canoa que él mismo había construido…

Abrió los ojos y el sol ya estaba en lo más alto del cielo. Estiró fuertemente sus brazos, se frotó los ojos y bostezaba continuamente. Le parecía escuchar su nombre allá a los lejos:

─Mamadou, Mamadou, Mamadou.

─Cuántas cosas he soñado, se repetía. Hasta se me antojaba escuchar la voz de Mariama.

Volvió a tenderse en el mismo sitio desde donde veía las estrellas cuando estaba el agujerito en el techo, cerró los ojos y...

─Mamadou, Mamadou, Mamadou...

Sacudió la cabeza, pero ahora no soñaba. Aquella vocecita parecía real. Se levantó medio desconfiado y salió fuera.

─Mamadou, ya estoy aquí.

Por una esquina del poblado venía corriendo Mariama. Su corazón le dio un vuelco y se despertó del todo. Una inmensa lágrima rodó mejilla abajo y echó a correr todo lo que sus piernas daban. En medio del poblado se fundió en un larguísimo abrazo con la pequeña que sólo reía mostrando sus blanquísimos y bien alineados dientecitos. Papa Mansour y mamá Ndiaye también se miraron y sonrieron...

viernes, 25 de septiembre de 2020

Bien nos encanta un cuento (4)

Muchacho, te he contado tantas cosas de Mamadou, que se me había olvidado decirte que su hermanita tenía cinco años y se llamaba Mariama. Siempre se estaba riendo. Que yo recuerde, nunca la había visto llorar. Y cuando uno se ríe, enseña los dientes. Ella hacía lo mismo. Pero qué dientes más blancos. Más blancos que la ropa lavada con Ariel o Colón. Y perfectamente alineados. Sin aparatos ni boberías como los chicos de aquí.

Cerca del poblado había un riachuelo en el que se producía el baño diario. ¿Qué te pensabas, que los negros no se ensucian? Todo los días, baño, salvo cuando llovía, porque entonces había ducha. A veces removían mucho el agua y salían todos canelos, como envueltos en cola cao.

Casi todo el día estaban por fuera. La cabaña era sólo para dormir. No, no estés pensando mal. No hacían pis en el río cuando se bañaban. Eran más limpios que los de aquí, que van a la playa y... ¡chorrito va! Luego te metes tú en el agua y pasas por sitios en que está calentita. ¿De qué será? Como ellos vivían en la selva, se podían arrimar detrás de cualquier árbol y... ¿tú no has oído hablar de los abonos?

Un día, cuando Mariama tenía tres años y se encontraba jugando con una tortuga que el papá le había traído del río grande, aquél al que llevaba su agua el riachuelo que antes te conté, le entraron enormes ganas de hacer pis. Y se alejó en busca de un escondite. Pero iba distraída, sin seguir los consejos de papá, que le había dicho que se fijara siempre bien por donde pasaba. Cuando creyó estar en el lugar conveniente, empezó a vaciar los depósitos. Con tan mala fortuna que lo hizo encima de un escorpión grande y gordo que soñaba tranquilamente. Los escorpiones son animales tranquilos, aunque no lo parezca. Pero cuando sintió aquella inoportuna ducha caliente con que Mariama lo estaba regando, pensó que era un ataque del enemigo. Y se defendió como sabía. Sacó su poderoso aguijón y se lo clavó a la niña en el mismo sitio en que su hermano se había hecho daño cuando se le enganchó el taparrabos; es decir, en el culito.

A Mariama le dolió mucho la picada, pero no le dio importancia e inició el regreso a casa. Caminaba y caminaba, pero estaba desorientada. Todos los árboles se le antojaban iguales. Comenzó a sentirse mareada. Ella creía que era de tanto caminar, pero era el efecto del poderoso veneno del escorpión. Las ramas de los árboles parecían los brazos de enormes gigantes que querían atraparla. Todo comenzó a darle vueltas. Y se asustó mucho. Pero como pretendía ser como su hermano, se hizo la valiente. Pera ya las piernas no le respondían y se sentó al pie de uno de los pocos árboles pequeños que encontró y se quedó profundamente dormida.

En el poblado la mamá estaba empezando a preocuparse. Le dijo a Mamadou que diera una vuelta a ver dónde se había metido la hermana. Pero como no la encontró, se organizó la búsqueda. Papá Mansour pidió tranquilidad, la misma que él utilizaba cuando iba a cazar. Sabía que si se ponían nerviosos, sería mucho peor. Una vez calmados los ánimos, se distribuyeron los hombres. Las mujeres se quedarían en el poblado por si Mariama regresaba cuando ellos estuviesen fuera.

–¿Puedo ir contigo? –preguntó Mamadou.

El padre pensó que más tarde o más temprano tendría que aprender su oficio y como ésta era una buena ocasión para practicar, le respondió:

–De acuerdo, pero siempre a mi lado.

Al rato de haber salido, el pequeño ya creía saberlo todo. No dejaba de hablar, mientras papá, en absoluto silencio, observaba con suma atención, como las leonas cuando acechan a su presa. Tan entretenido iba Mamadou con sus alegatos que no se dio cuenta de una trampa de las que tenían papá Mansour y sus amigos en todo el bosque. Y se cayó dentro. Su padre se acercó al borde y le dijo:

–La primera lección ha sido un fracaso. Si hablaras menos y te fijaras más no pensarías que ya lo sabes todo. En la vida se aprende siempre, aunque tengas un montón de años. Se aprende de las plantas, de los animales. Y se aprende observando y no hablando tanto. Aprenderías si marcharas a mi lado en silencio; ni delante ni detrás, sino a mi lado. Y si quieres seguir conmigo, sal de ahí, porque no pienso echarte una mano.

Y con la misma siguió su camino. Sabía que el muchacho era un gran trepador y podría salir solo. En efecto, al instante, Mamadou estaba a su lado. Eso sí, caminando en el más absoluto de los silencios. El padre dijo para sí: “Esto marcha”.

jueves, 24 de septiembre de 2020

Bien nos encanta un cuento (3)

Pues la mamá cogió un buen puñado de barro, lo amasó bien en un charquito que había quedado de las últimas lluvias, lo puso en una hoja enorme de una planta parecida a la ñamera de la Plaza del Charco y...

─Toma, agárralo fuerte y ten cuidado, no te vayas a caer.

Pero no calculó bien el lanzamiento. El paquete remitido por correo aéreo fue directamente a la cabeza del chico. Como no pudo protegerse a tiempo, perdió el equilibrio y....

─¡Ay, ay, ay, aaayyyyy!

Voló sin parapente ni ala delta y aterrizó en el charco. Se pegó un partigazo de mucho cuidado. Se quedó estirado en medio de aquella agua canela y le entró barro hasta por el ombligo. Cuando pudo levantarse parecía un polo de chocolate, un mulato. Sólo se destacaban sus grandes ojos que brillaban como los faros de un coche en una noche muy oscura. Mamá Ndiaye, cuando vio que caía, intentó agarrarlo, pero a pesar de sus enormes esfuerzos no pudo evitarlo.

Pero no te vayas a creer que Mamadou soltó una lágrima después de haber inventado el puenting sin cuerda. Qué va, ni una. Era fuerte como una mula. Y estando su madre y su hermana delante, y el padre de caza, ¿te acuerdas?, él era el hombre.

Una vez fuera de la piscina, se mordió sus gruesos labios, se limpió los faros –perdón, los ojos─ y díjose para sus interiores íntimos de adentro:

─Tengo que intentarlo de nuevo

Y emprendió la segunda aventura, pero ahora lo haría a su manera. No estaba dispuesto a que otro envío postal lo alcanzase. Así que se amarró el paquetito a la cintura y otra vez camino a las alturas. Pero con una lección tenía bastante, porque en la segunda ocasión no hubo incidente alguno.

Se sentía feliz y dejó volar su imaginación. Ya se veía felicitado por papá cuando regresara de cazar. Creía flotar sobre una nube, sin darse cuenta de que todavía estaba sobre el tejado. Menos mal que se despertó, que si no se mete el segundo partigazo del día. Pero lo que son las cosas, hoy parecía que era ese día tonto que todos tenemos y que es mejor quedarse en casa acostado. Cuando bajaba, se le trabó el taparrabos y en la lucha por desengancharse se raspó todo el culito, que le quedó blanco como la nieve.

Él no sabía lo que era la nieve, pero sí sabía que cuando los negros se hacen un raspón se les quedaba de aquel color. No te extrañes, cuando nosotros los blancos nos damos un golpe se nos hace un morado, que con el tiempo se va poniendo negro. Pero como Mamadou era un niño negro, cuando se golpeaba le salía un blanco, para que se le notara. Porque, si no, cómo iba a presumir. Compruebo que ya has entendido mi título de “Los negros se hacen blancos”.

¿El taparrabos? No, no me he olvidado. Noto que son todos ustedes muy inteligentes y no piensan dejar escaparme una. Hubo un tiempo en que ellos no sabían lo que era verano ni invierno. Mucho menos el otoño y la primavera. Sólo sabían que por la mañana salía el sol y por la tardecita se ocultaba tras aquellas lejanas montañas a las que nunca habían llegado. Sabían que unas veces llovía, pero jamás sintieron frío. Ni sabían lo que era. Por lo tanto no tenían pantalones, ni calcetines, ni zapatos, ni tenis, ni camisas, ni siquiera calzoncillos. Ni falta que les hacía.

Solamente con un pedacito de piel de alguno de los animales que cazaban se tapaban aquello que diferencia a los niños de las niñas. ¡No te rías! Y lo hacían porque les daba un poquito de vergüenza. Que no la habían sentido desde siempre, sino desde cuando llegó el misionero. ¿Te acuerdas? Antes de eso no llevaban nada y se sentían libres y felices, naturales como la vida misma. Pero el misionero cuando vio a todo el mundo con aquello al aire se puso colorado como los pimientos de las ensaladillas y decidió convencer a las gentes del poblado para que usaran taparrabos. Y así fue. En vez de desnudarse uno, se vistieron muchos. Y lo que son las cosas, cuando se marchó, como antes te dije, siguieron con aquello tapado porque ya les daba cierta cosita volver a quitárselo.

Menos mal que Mamadou no llegó a conocerlo –se había marchado antes de él nacer─ porque con el enfado que tenía le hubiese colocado el taparrabos de sombrero. Claro, si no hubiese llevado taparrabos, no se hubiera enganchado; y si no se hubiera enganchado, no se hubiese raspado su culito; y si no se hubiese raspado el culito, ahora no tendría un ‘blanco’ que le estaba doliendo un montón; y si no le estuviese doliendo un montón, ahora estaría corriendo  detrás de las mariposas con toda tranquilidad.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Bien nos encanta un cuento (2)

En un lugar apartado de uno de esos países africanos que solemos llamar subdesarrollados –otros lo llaman el Tercer Mundo, y lo escriben con mayúscula para que destaque bien– y a los que en nada ayudamos, vivía una familia compuesta por los papás y dos preciosas criaturas. Claro, eran negros, casi tanto como su oscuro porvenir. Bueno, para que te hagas una idea, tan de negros como los sobacos de un grillo; más o menos.

Sé que es difícil para ti. Tendrías que dejar volar tu imaginación muy lejos. Y mientras vuelas olvida los yogures, natillas y flanes, la tele, el vídeo, el teléfono, internet, la nevera, la cocina, el cuarto de baño, los champús, las colonias, la cama, los coches, el cine, la disco, el colegio –¡¡qué bueeenooo! –, los libros –¡¡chachiii!! –... Olvídalo todo. Si no, difícilmente, entenderás este cuento.

El papá, Mansour, era cazador. De escopeta y rifle nada de nada, monada. Una lanza chiquita, que se te ponían los pelos de punta cuando se enfrentaba a un cuadrúpedo mucho más alto y gordo que él. Oye, te aclaro, para que no te pase como a un alumno de mi clase, que cuadrúpedo no significa eso que estás pensando. Porque tengo un amigo al que se le escaparon cuatro de esos gases y sigue siendo bípedo. No, señor, ni media palabra más; cuando yo me marche, agarras el diccionario y las buscas. ¡Ajá, faltaría más!

¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Muchacho, contemplar aquellas escenas de caza daba tremendos escalofríos. En cierta ocasión divisé una y estuve malo con fiebre treinta días con sus treinta noches. Menos mal que se juntaban unos cuantos y cada uno pinchaba por donde podía. Por supuesto que los animales se defendían. No es como el hombre blanco que tiene un armamento de campeonato. No, Mansour y sus amigos sólo mataban para comer. Y eso no puede ser pecado, porque los leones también matan cuando la tripa les hace cosquillas. ¿Que si se hacían fotografías, pensaste? Sí, hombre, y luego las mandaban para que salieran publicadas en Diario de Avisos... Lo más parecido a una cámara fotográfica era una cacharra para recoger agua en los escasos días de lluvia que la mamá había encontrado meses atrás. Con un agujero, claro. Otro día te voy a traer a un amigo para que te explique lo de la cámara oscura.

La mamá, como muchas de las mamás, se ocupaba de las cosas de la casa. ¡Qué risa, tía Luisa! ¿Qué cosas? ¿Qué casa? Una mísera choza, una cabaña pequeña y pobre, casi tanto como ellos, con un roto en el techo. Menos mal, ¿te acuerdas?, que apenas llovía.

Cuando el padre se iba de caza, es decir, cuando se vaciaba la nevera y ya no quedaba carne, el pequeño Mamadou, con sólo ocho añitos, se convertía en el hombre de la casa, perdón de la choza. Creo que me trincaste: claro tronco, titi, no había nevera, ni sabían lo que era la luz eléctrica. La única corriente que conocían era la del río.

Los alrededores del poblado –porque vivían junto a otras gentes y otras cabañas– era un terreno arcilloso. Cierto, con mucha arcilla, ese barro con el que hacemos figuritas. Algo así como la plastilina. Y a Mamadou se le ocurrió un mal día subir a taponar el agujero del techo. ¿Cómo? Ni ascensor, ni escalera mecánica, ni grúa, ni camión de los bomberos... ¡ni una burra! ¿No sabes lo que es una burra? Pues, no, amigo mío, no es la novia del burro. Es una especie de escalera pequeña... Oye, ¿y por qué no le preguntas al abuelo que cómo le quitaba el longo a las piñas en la platanera? ¿Tampoco sabes lo que es el longo? Pues, dos preguntas. Te las recuerdo: Abuelo, ¿qué son el longo y una burra? No te olvides. Ya me enrollé otra vez...

Subió Mamadou, arrastrándose como pudo, por aquella rugosa pared, y desde arriba gritó, orgulloso de su hazaña:

–Mamá, tírame un poco de barro.

Lo dijo en su idioma, pero es tan complicado que me he permitido hacer la traducción. Es tan rara su lengua que ni siquiera tienen diccionario. ¡Ah!, un buen día pasó por la tribu un misionero y se empeñó en civilizar a aquellas buenas gentes. Incluso intentó enseñarles la lengua... ¡No seas bruto, ésa no! Su idioma, su modo de hablar, para así poder entenderse mejor. Pero no hubo manera. Cuando lo trasladaron a una población mayor algunos años después, seguía entendiéndose por señas, porque él tampoco fue capaz de memorizar aquellas frases complicadísimas. Hecha, pues, la traducción, continúo. Por cierto, me había olvidado de decirte que la mamá se llamaba Ndiaye.