Un artículo de José Mendiola Zuriarrain (escribe sobre
tecnología en El País), titulado ‘El día que decidí silenciar el móvil’, me
llamó la atención por las razones más que conocidas por todos ustedes, y que se
resumen en la negativa sistemática de quien estas líneas suscribe acerca de
engancharme al artilugio de marras.
Sostiene el articulista que el haber visto un documental (Minimalism) que versa de la esclavitud a
la que nos somete la sociedad consumista, le hizo plantearse otro modo de vida,
al tiempo que comprobó lo pendiente que estaba del móvil, amén del peligroso
desvío de atención en lo que se esté haciendo en ese momento de la mirada
indiscreta que tiene lugar cuando el pitido o vibración hace acto de presencia.
Ante el impedimento de desprenderse del móvil –inviable hoy
en día, y copio su texto– recurre al término medio de silenciar el dispositivo
y desactivar por completo las notificaciones, hecho que facilitan tanto Android
como el Iphone, que brindan la posibilidad del modo ‘no molestar’. Sostiene que
lo probó un lunes (para comenzar una semana diferente) y fue capaz de aguantar
dos horas sin caer en la tentación de contestar(se) a preguntas que un cerebro
acostumbrado a rutinas e instrucciones del subconsciente: ¿Habrá algún asunto
urgente en el trabajo? ¿Le habrá ocurrido una desgracia a algún familiar?
¿Cómo he logrado llegar yo hasta aquí? ¿Cómo he sido capaz
de sortear tantos obstáculos? ¿Cómo pude alcanzar la edad de jubilación, máxime
cuando conviví muchos cursos con el aguijón permanente a mi alrededor? ¿Cómo
resistí en el curro sin caer en las redes de las operadoras? Me pellizco, por
si acaso, pero aquí sigo. Vivo y emitiendo opiniones. Aunque ignorando muchos
intríngulis. Cuánto atrevimiento, qué osadía. ¿Y si te pasa algo?
He escuchado hasta la saciedad la disculpa del trabajo para
estar enganchado cada segundo de la jornada. Y los que así se manifiestan
deberían cuantificar las horas mensuales que se pierden sumando muchos minutos
de distracción. No solo en la lectura y contestación a los abundantes mensajes
(la mayoría, sin lugar a dudas, solemnes tonterías), sino en algo tan simple
como ¿y quién no le saca una foto? Y ya puestos, ¿y quién no la remite al grupo
familiar? Y a los amigos de la infancia. Y a los del gimnasio. Y a las chicas de
la cafetería. Y…
Concluye el tecnólogo: “Ha pasado ya varias semanas desde el
comienzo del experimento y, aunque no he logrado una desconexión completa –por
imperativos del trabajo–, sí que he conseguido aprovecharme de la tecnología
para amaestrar de alguna manera las notificaciones y gestionar eficazmente los
recursos”.
Yo pensaba, a medida que avanzaba en la lectura del
artículo, que, por fin, había encontrado a alguien que podría acompañarme en esta
soledad inalámbrica, que fuera capaz de demostrarme que yo no era un rara avis,
que se podía vivir sin ser hombre, o mujer, a un aparato pegado, que era
posible hablar de otra manera, contactar con las gentes cara a cara, sostener
un intercambio de pareceres sentado en un banco de la plaza o en un murito de
cualquier avenida del colesterol, demostrar afectos sin recurrir a emoticonos
ni a mensajes del bien quedar. Pero cuando me anunció que su desconexión o
independencia no ha podido ser completa, mi gozo en un pozo.
Estoy condenado a vivir solo el resto de mis días. Atrasado
(y retrasado, por qué no) y sin enganche a güifis
ni güifas. Penoso. Qué calvario. Menos mal que me queda el PC, mi herramienta
laboral en la actualidad, mi confidente, mi desahogo. Que no me protesta ni
emite sonidos raros. No se enfada y soporta mis cabreos con una paciencia
infinita. Es, en conclusión, un amigo. No como el chismoso móvil, que te
vigila, te coarta, te ata, te amarra, te convierte en dependiente total, te
vuelve nomofóbico al completo.
Yo voy como Nino Bravo, libre como el viento, como el sol
cuando amanece, como el ave que escapó de su prisión… ¿Hay alguno que sea
capaz? Se admiten apuestas.
Y mañana festivo otra vez. ¿Quién ganará?
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