martes, 2 de mayo de 2017

Algo más que dependencia

Un artículo de José Mendiola Zuriarrain (escribe sobre tecnología en El País), titulado ‘El día que decidí silenciar el móvil’, me llamó la atención por las razones más que conocidas por todos ustedes, y que se resumen en la negativa sistemática de quien estas líneas suscribe acerca de engancharme al artilugio de marras.
Sostiene el articulista que el haber visto un documental (Minimalism) que versa de la esclavitud a la que nos somete la sociedad consumista, le hizo plantearse otro modo de vida, al tiempo que comprobó lo pendiente que estaba del móvil, amén del peligroso desvío de atención en lo que se esté haciendo en ese momento de la mirada indiscreta que tiene lugar cuando el pitido o vibración hace acto de presencia.
Ante el impedimento de desprenderse del móvil –inviable hoy en día, y copio su texto– recurre al término medio de silenciar el dispositivo y desactivar por completo las notificaciones, hecho que facilitan tanto Android como el Iphone, que brindan la posibilidad del modo ‘no molestar’. Sostiene que lo probó un lunes (para comenzar una semana diferente) y fue capaz de aguantar dos horas sin caer en la tentación de contestar(se) a preguntas que un cerebro acostumbrado a rutinas e instrucciones del subconsciente: ¿Habrá algún asunto urgente en el trabajo? ¿Le habrá ocurrido una desgracia a algún familiar?
¿Cómo he logrado llegar yo hasta aquí? ¿Cómo he sido capaz de sortear tantos obstáculos? ¿Cómo pude alcanzar la edad de jubilación, máxime cuando conviví muchos cursos con el aguijón permanente a mi alrededor? ¿Cómo resistí en el curro sin caer en las redes de las operadoras? Me pellizco, por si acaso, pero aquí sigo. Vivo y emitiendo opiniones. Aunque ignorando muchos intríngulis. Cuánto atrevimiento, qué osadía. ¿Y si te pasa algo?
He escuchado hasta la saciedad la disculpa del trabajo para estar enganchado cada segundo de la jornada. Y los que así se manifiestan deberían cuantificar las horas mensuales que se pierden sumando muchos minutos de distracción. No solo en la lectura y contestación a los abundantes mensajes (la mayoría, sin lugar a dudas, solemnes tonterías), sino en algo tan simple como ¿y quién no le saca una foto? Y ya puestos, ¿y quién no la remite al grupo familiar? Y a los amigos de la infancia. Y a los del gimnasio. Y a las chicas de la cafetería. Y…
Concluye el tecnólogo: “Ha pasado ya varias semanas desde el comienzo del experimento y, aunque no he logrado una desconexión completa –por imperativos del trabajo–, sí que he conseguido aprovecharme de la tecnología para amaestrar de alguna manera las notificaciones y gestionar eficazmente los recursos”.
Yo pensaba, a medida que avanzaba en la lectura del artículo, que, por fin, había encontrado a alguien que podría acompañarme en esta soledad inalámbrica, que fuera capaz de demostrarme que yo no era un rara avis, que se podía vivir sin ser hombre, o mujer, a un aparato pegado, que era posible hablar de otra manera, contactar con las gentes cara a cara, sostener un intercambio de pareceres sentado en un banco de la plaza o en un murito de cualquier avenida del colesterol, demostrar afectos sin recurrir a emoticonos ni a mensajes del bien quedar. Pero cuando me anunció que su desconexión o independencia no ha podido ser completa, mi gozo en un pozo.
Estoy condenado a vivir solo el resto de mis días. Atrasado (y retrasado, por qué no) y sin enganche a güifis ni güifas. Penoso. Qué calvario. Menos mal que me queda el PC, mi herramienta laboral en la actualidad, mi confidente, mi desahogo. Que no me protesta ni emite sonidos raros. No se enfada y soporta mis cabreos con una paciencia infinita. Es, en conclusión, un amigo. No como el chismoso móvil, que te vigila, te coarta, te ata, te amarra, te convierte en dependiente total, te vuelve nomofóbico al completo.
Yo voy como Nino Bravo, libre como el viento, como el sol cuando amanece, como el ave que escapó de su prisión… ¿Hay alguno que sea capaz? Se admiten apuestas.
Y mañana festivo otra vez. ¿Quién ganará?

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