Me asalta la duda de si podemos definir a Rajoy como el
prototipo de hombre despistado. Porque sus lapsus (resbalón, desliz, error) no
pueden deberse a falta de capacidad intelectual para afrontar, con ciertas
garantías de éxito, el más mínimo enfrentamiento verbal (sin plasma). Pero como
se atorrolla (Explicación: Lo tenía
todo bien aprendido, pero cuando salió ante el público se atorrolló de mala manera) más de la cuenta, uno duda.
Despistes, y despistados, existen para dar y tomar. Mentes
lúcidas en la historia han adquirido fama no solo por sus indudables valores,
sino, además, por distracciones que han marcado época. Ejemplos, a porrillo. Y
sin ser ningún genio, ¿a quién no se le han extraviado las llaves? Mejor,
¿quién no las ha buscado hasta decir basta y las tenía en el bolsillo, o,
quizás, en el lugar de costumbre? ¿Cuántos se han roto los cascos pensando
dónde demonios se halla el lápiz –que hasta hace un segundo estaba ahí– y pasea
con él en la oreja durante buen rato. O aparcar el coche y no acordarte en qué
lugar. Ya lo del burro, estando montado en el animal, me parece demasiado.
Sé de uno que se bajó a comprar una caja de cigarros, se
entretuvo hablando con unos amigos, y cuando regresó, a lugar equivocado, armó
la marimorena porque se le habían llevado el auto con la mujer y el hijo dentro.
Y se fue a denunciar el hecho a la policía. Y entre todos lo encontraron… donde
lo había dejado estacionado. Solo había cambiado algo la cara de pocos amigos
que ahora presentaba la parienta.
Leí hace unos días las peripecias de cierto motorista
italiano que recorrió no sé cuántos kilómetros sin percatarse de que el paquete
–su pareja– se había quedado en la gasolinera donde repostaron y estiraron las
piernas. Y recordé que no hace falta ir tan lejos. Te cuento:
Varias décadas atrás, en el lugar de la foto (El Penitente),
tuvo Chicho su herrería. Donde también se hallaba el mercado municipal. Y donde
un servidor hizo las prácticas con la Autoescuela Casanova para sacar el carné
de conducir (finales de los sesenta). Pues bien, nuestro protagonista de hoy,
el susodicho Chicho, era el vivo ejemplo del despistado elevado a la enésima
potencia.
Cierto día, concluida su jornada laboral, cuando estaba a
punto de coger la moto para regresar a su domicilio en El Toscal (La Ladera,
para ser más exactos), se tropezó con Pepe (era, junto a su hermano Manolo,
fontanero del ayuntamiento) y se prestó a llevarlo para el barrio (estos vivían
bien cerca, en Los Beltranes, del domicilio de aquel). Dicho y hecho. O tal vez
no.
–Súbete.
Tira Chicho carretera adelante y cuando alcanza el destino…
–Bueno, ya llegamos, bájate.
Y mira para detrás. Ya sabes que para apearse de este tipo
de vehículo, debe hacerlo primero el de atrás. Como nadie respondió, casi ni
pone el pie en el suelo…
–Coño, ya Pepe se cayó y yo no me di cuenta. Me cago…
A deshacer el camino. A todo lo que la moto daba por
aquellas estrecheces de La Dehesa (cincuenta años atrás) y rezando para que no
le hubiese pasado nada. Mientras le daba al magín porque él no había escuchado ninguna
caída ni grito alguno.
En el Salto del Barranco vislumbra a Pepe que venía caminando
y sin magulladura aparente.
–Chacho, ¿qué te pasó? Traigo unos nervios…
–No, a mí no me pasó nada, porque ni siquiera esperaste a que
me montara, saliste como una escopeta y allí me quedé yo como un tolete. No me
diste tiempo ni para pegarte un chillido.
Al segundo intento sí lo llevó. Y ahora viraba el ojo de vez
en cuando. Por si acaso.
Esos son despistes famosos y no los que ahora te brinda
Internet. Haz la prueba y observarás que todos se reducen a que tal o cual
enseñó algo. A ligerezas interesadas yo no juego. Seguro que tú podrás reseñar
otros muchos ejemplos.
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