Había una vez, en un lejano pueblo de ese extenso territorio
que los canarios conocemos como Península, y más concretamente en una de sus
Castillas, un joven inquieto, mucho, que deseaba ver plasmados sus
atrevimientos literarios –periodísticos, más bien, sostendríamos hoy– en
cualquiera de los diarios que cada día ojeaba, y hojeaba, con deleite en el
único establecimiento que los tenía a disposición de sus clientes: el bar.
Él, aunque no consumía sino muy esporádicamente un café
manchado, contaba con la complicidad del cantinero –su tío–, quien sabía de sus
preocupaciones e inquietudes, pero, a la par, de sus escasos recursos
económicos. Por lo que allí, en aquella esquina de siempre, permanecía absorto
en sus lecturas. Y soñaba con ver impreso su nombre en el encabezado de alguno
de aquellos artículos de opinión que con tanto deleite devoraba.
Cuando estuvo en edad escolar, el maestro insinuó a su padre
la posibilidad de ampliar estudios en la ciudad. Pero las penurias pudieron más
que los sueños. Y no le quedó más remedio, tras cinco cursos de contacto con
los campos del saber (bastante para aquel entonces y en circunstancias de
imperiosa subsistencia), que irse con su progenitor al otro campo. Donde debía
hacerse un hombre de provecho en las faenas agrícolas. Casi de sol a sol,
cavando el suelo desde el amanecer.
Pero siempre buscó el hueco para la escapada diaria a su
particular centro de lectura. Allí dejaba volar su imaginación y ni escuchaba
las altisonantes voces de los que jugaban al mus en una bien surtida mesa,
donde en cada lance, cuando no en cada órdago, se brindaba. Quizás para olvidar
que mañana había que volver a doblar el espinazo. Nuestro joven lector, sin
embargo, permanecía en su rincón. Físicamente, seguro, pero con la imaginación
vete a saber dónde.
Cierto día apareció el propietario de los extensos terrenos,
acompañado de otras dos personas, y, casualidades del destino, aparcaron el
coche justo al lado donde la familia del inquieto mozo realizaba la siembra en
los surcos preparados al efecto. Siguieron en sus labores mientras los
visitantes se aproximaban. Solo dejaron la tarea a requerimiento del dueño, al
que saludaron con la inclinación de cabeza de rigor. Este les explicó que aquellos
señores eran dos periodistas, reportero y fotógrafo, quienes venían desde la
capital para realizar una crónica del modus vivendi campesino. Lenguaje chino
para aquellos analfabetos funcionales, pero doctores en obtener rendimientos de
una tierra agradecida y cuyos beneficios caían siempre del mismo lado, pero no
para nuestro ávido observador, al que los ojos casi les saltan de sus órbitas.
El padre del muchacho, sabedor como nadie de lo que bullía
en su cabeza, pensó que debía ser él el que se erigiera en portavoz del sufrido
gremio. Y así fue. En los dos días que duró la visita no se despegó de su
particular tabla de salvación. Mucho hablaron y mucho les contó. Tanto que a la
despedida, junto al material acumulado en las conversas, tanto a pie de obra
(el inmenso terreno cultivado) como en el único centro social del entorno y, a
la vez, el rincón de la sabiduría del improvisado informante, los periodistas
también portaban algunos de los escritos del chaval.
Y pasaron unas semanas. Tiempo en el que no decayó la
asistencia al rincón de la sabiduría, a la dosis de sustento intelectual. Amén
de los quehaceres perentorios. Pero ni señal de vida de sus comunicaciones. Que
con tanto esmero había tecleado en aquella vieja Olympia que su maestro le
regalara cuando vio que no era posible la intención de que prosiguiera los
estudios.
A los veinte días justos de la partida, mientras la familia
hacía el alto mañanero para dar cuenta de la barra de pan y los embutidos, se
atisbó una enorme polvareda por el camino que daba acceso a la finca. Raro,
porque no estaba prevista la visita del propietario. Y no eran elementos
frecuentes los automóviles por aquellos parajes.
Qué agradable sorpresa cuando del coche se bajó el fotógrafo
del reportaje. Tras los saludos pertinentes, entregó al joven agricultor un
ejemplar del periódico invitándolo a que lo abriera por la página de los
artículos de opinión, esa que cada día leía con tanta avidez. No podía dar
crédito, allí estaba uno de los que con tanta ilusión había entregado casi tres
semanas atrás. Y su nombre figuraba, en negritas, bajo un elegante lema que le
habían sugerido, pero que él no se había atrevido aún a desvelar: En los otros
campos de Castilla. Paralizado por el inesperado impacto, no acertaba a
gesticular palabra. Y el fotógrafo, al oído, le dijo:
─Bienvenido
a esta otra casa. Ganarás admiradores en esta aventura, pero no olvides que
también, y sin necesidad de buscarlos, bastantes enemigos. Porque aunque te
limites a contar lo que a tu alrededor acontece, siempre habrá alguien que se
sienta aludido, y es más fácil matar al mensajero que enfrentarse a cargar con
responsabilidades…
Me cuentan que, transcurridos unos diez años desde que los
hechos aquí relatados sucedieron, la historia continúa. En el ínterin…
Puede que algún día lo haga público. Disfruten del fin de
semana y descansen. Pero lean y no se recaten en escribir inquietudes. Nunca se
sabe.
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