O fair play, para
presumir de fisno. Es lo primero que
pensé cuando tuve conocimiento del gesto de un entrenador de balonmano en
Extremadura. Se presentó con su equipo a jugar el partido señalado en la
competición correspondiente, categoría cadete, y se encontró con un conjunto,
el local en este caso, que solo tenía disponibles seis jugadores. Optó,
entonces, por quitar uno de los suyos y que el encuentro se disputase en
igualdad de condiciones.
No quedó todo en este gesto, que tanto le honra, sino que en
el transcurso del choque vuelve a sufrir el ya mermado equipo local la
desgracia añadida de que uno de los seis disponibles en los inicios se lesiona.
Y, ni corto ni perezoso, retira nuestro protagonista otro de los suyos para que
la disputa siguiese en igualdad de condiciones. El resultado final, lo de
menos, fue la victoria del equipo visitante por 17-39; y no 17-93, como leí en
primera instancia en un medio impreso (deportivo), por lo que tuve que ir a
beber en otras fuentes. Hecho este –el mío– que se saltan a la ligera más de
uno con prisas a la hora de informar. Porque si ese hubiese sido el tanteo
definitivo, a ver de qué demonios valió el guiño del preparador mencionado.
Saco a colación este dato erróneo porque no parece
razonable, y a la amplia casuística me remito, que cuando el resultado no
ofrezca ningún tipo de dudas, y ante los posibles guarismos de la conclusión
(se produce mucho en baloncesto, aunque también en otras modalidades, con
equipos que inician su andadura), no se detenga el partido, o se continúe sin
el morbo añadido de la ‘cuerada’ de rigor. Jugar, por ejemplo, sin que el
marcador se mueva. No sé, los entendidos en la materia arbitrarán soluciones
para que los infantes que comienzan a competir no sufran las consecuencias de
abusos que bien poco dicen de lo que deben significar la afición y práctica deportiva.
Lo de la afición, ya que lo mento, es otro cantar con
abundantes estribillos. Ya he contado alguna vez que cuando los equipos de
Toscal-Longuera (o Longuera-Toscal, no sea que quede algún quisquilloso de los
que conocimos los barrios por separado y siempre llevó mal lo de la nueva
denominación) hicieron su aparición en los escenarios futbolísticos en el
Antonio Yeoward, solía un servidor ir los fines de semana a ver cualquier partido.
Hasta que me cansaron. Sí, y fundamentalmente, las madres que luego iban hablar
conmigo en el colegio asuntos relacionados con la educación de sus hijos, es
decir, los que corrían detrás de la pelota. Y como los reiterados piropos al
trencilla (¿voy mejorando, amigos Salvador y Gregorio?) chocaban con lo que uno
buenamente debía impartir el resto de la semana, a saber, buenos modales, opté
por la retirada. Y así sigo, en prudente ‘verlas venir’.
Como todo ha mejorado, también en estas facetas, me imagino
que en el denominado fútbol base, salvo las tristísimas excepciones de rigor, y
que son sobredimensionadas por los medios de comunicación más por el morbo que
por el contenido noticiable, estos excesos de ‘cariño familiar, no sean la nota
dominante, sino la anomalía que demuestra aquello de que en todas partes cuecen
habas.
Ilustro el presente artículo con una fotografía que tomo
‘prestada’ del Club Baloncesto Guancha. Se trata del pre-minibasket femenino,
equipo que, como todo principiante, aprende a base de derrotas. Que te crees tú
eso. Ya ganaron el primer partido de la temporada. Pero lo más llamativo, el
lema que sintetiza la labor de un colectivo bastante importante y que
constituye un emblema en aquella población: Somos familia.
En fin, adultos, y adultas: no olvidemos que si desde fuera,
desde la grada, inculcamos valores, acabaremos viviendo en una sociedad más
sana, más justa y más equilibrada. Si, por el contrario, nos comportamos como
borregos en gestos, acciones y exquisito vocabulario, estaremos sembrando
discordias y malos modos. Bueno es recordar lo de los modelos y espejos.
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