Algunos renglones ─torcidos,
como siempre─ he pergeñado a lo
largo de esta vasta trayectoria escribana (acepciones en desuso: maestro de
escribir o maestro de escuela, escribiente) acerca de lo que la Navidad (a
pesar de todo, con mayúscula) significa. Que lo de escritor lo dejo para plumas
mucho mejor cortadas que la mía.
El inexorable paso
del tiempo ha ido causando mella, qué duda cabe. Porque de una sociedad de carencias
–ventajas e inconvenientes de cierta edad– hemos pasado a épocas de consumismo
brutal. Donde comprar no es el resultado de satisfacer una necesidad, sino una
práctica acaparadora sin precedentes. Baste echar una visual a la montaña de
regalos en el Día de Reyes y a las posibles reacciones de los infantes agraciados.
Por si fuera poco, habremos de sumar el detalle de la Nochebuena. Porque
debemos subirnos al carro de lo foráneo.
En medio de esa
vorágine por adquirir detalles innecesarios para un desarrollo vital armónico y
consecuente, se deben añadir sentimientos por ausencias. Y es que, reitero, la
edad –ya somos nosotros los viejos– va jalonando nuestra existencia y marcando
hitos que se traducen en malos tragos. Y en las retinas se reproducen imágenes
que imprimieron sellos no ha tanto.
He visto un
desaforado movimiento desde hace unas semanas en el pueblo. Operarios de las
empresas municipales se afanan en vestir farolas con adornos que iluminarán la
villa dentro de bien poco. Bueno, en mayor o menor medida, en cada rincón del
planeta. Al menos en ese mundo que llamamos civilizado y en el que, paradójicamente,
nos machacamos a las primeras de cambio.
Me parece bien, a
pesar de mi escepticismo. Hace unos años tuve la oportunidad de contemplar unas
calles (Larios, entre ellas) en Málaga (uno de los viajes del Imserso) que me
encantaron. Y Los Realejos –mi Realejos– no iba a ser menos. Si ello se
tradujera en una inyección económica para unos establecimientos siempre sujetos
a inconvenientes de obras y tropiezos, habría que dar por bien empleado el
despliegue habido.
Pero no va a
estar disponible la principal arteria de comunicación. Al ritmo que avanzan las
obras, me parece tarea casi imposible. Y que las lluvias severas no hagan acto
de presencia. Por lo que las campañas encaminadas a que los realejeros no
salgamos a comprar en grandes superficies cercanas, se antoja misión harto
complicada.
Lo peor es el
choque brutal que se produce en tu cerebro con neuronas que van y vienen en
este deambular sin freno por los vericuetos comerciales. Más cuando en medio de
la marabunta –un suponer que te hallas en el Polígono de San Jerónimo– y te das
de bruces con un careto que quieres reconocer de algo, de esos que te da la
impresión de haber visto con anterioridad. Y echas a funcionar el magín. Y
cuando ya casi te sale humo por las orejas, pegas un brinco de satisfacción y
exclamas: ¡Coño, si era un concejal del grupo de gobierno de mi ayuntamiento!
Y así nos va
cuando se predica con el ejemplo. De las más altas esferas gubernamentales,
mutismo absoluto. Sus garbeos orgánicos le permiten acudir a lejanos lugares en
los que, a lo mejor, no es descubierto. Son, deben ser, los detalles de última
hora.
Cuando todo esté
bien encendido y el reloj de la torre de la iglesia de Santiago –que ya
funciona por la denuncia del relojero vetado; el arreglo se lo dieron a otro–
nos señale que entramos en año electoral (el número de urnas está aún por
determinar), olvidaremos, por lo menos hasta mayo, que la Villa de Viera sigue
presentando graves carencias en proyectos que dignifiquen una población de
36.000 habitantes. Pero el cotillón y el chinchín habrán posibilitado que
allende los mares seamos conocidos por otra fiesta más. Y en el escenario, más
humo. Cosa de la que, no te vayas a creer, me alegro enormemente. El
cortoplacismo, que señalaba días atrás. Y aunque uno sea de otras hechuras, a
pesar de clamar por planes de más largo recorrido, bienvenido sea el alumbrado
navideño. Ojalá encienda, o despierte, alguna que otra conciencia,
Por si más adelante
me olvido, o se me pasa: Feliz Navidad.
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