lunes, 5 de noviembre de 2018

Diálogo de sordos

Son las ocho de la mañana. ¿La de ahora o la de antes? Acabo de escuchar las campanadas en el reloj de la iglesia. ¿La de Santiago o La Concepción? Dicen que el guanche se tiró anoche ladera abajo. ¿Qué me estás contando? Y van a empichar de nuevo otro tramo de Los Cuartos. ¿Soluciones de fondo? Si cayera un palo de agua de varias decenas de litros por metro cuadrado. ¿aguantaría el monte de tierra que han colocado por la calle San Isidro? Hombre, podrían los vecinos de Ruiz Andión cambiar la de sus macetas y trasplantar las orquídeas…
Y me acordé de cierto diálogo de sordos. Escrito por la década de los noventa. Que vuelve a adquirir cierta relevancia con la polémica del reloj que dará las campanadas de fin de año. Enlatadas o no, ya  se verá. Nos queda la Puerta del Sol.
……….
Lo que a ti te ocurre es que ves pero no miras.
─¡Mira a quién se lo cuentas!
─No me negarás, en todo caso, que la mayoría mira las cosas muy por encima.
─¡Ya se ve!
─Claro, en un mundo de prisas solo nos queda el recurso de mirar a ver si…
─Pero, al fin y a la postre, incluso esa expresión familiar queda reducida a observar las vicisitudes con una enorme ligereza.
─Por supuesto, no seré yo quien lo niegue.
Silencio. Pausa de unos cinco minutos.
─¿Desde cuándo mantenemos este diálogo de sordos?
─Así nos va… Espera un momento, voy a tocar.
El reloj de la Iglesia de Santiago Apóstol cumplió, una vez más, su cometido. En la luminosa mañana realejera se escucharon nítidas, diáfanas, ocho campanadas que corrieron barranco abajo. Como antaño, por Godínez, parecieron entremezclarse gritos, ayes y lamentos de guanches y castellanos.
La torre presentía, por momentos, que sufría otro de sus letargos. El avisador horario, aquel que fue adquirido allá por 1869 a la pomposa Clock & Clock Case Manufacturers, London, por 42,10 ₤, así lo comprendió. Y no quiso reanudar la filosófica disquisición entablada desde el amanecer.
Llegaron los operarios de la penúltima ─o la última, ¿quién lo sabe?─ rehabilitación para dar inicio a la cotidiana labor.
─¿Tú crees que será la más antigua?
─Esta no, desde luego. En aquellos tiempo no existían estos materiales.
Las ocho y media.
En la soledad de la torre, en un nivel inferior a su puntiagudo chapitel, cubierto de escamas de cerámica, justo por el costado en que la calle fue rebajada no ha tanto, cerca de lo que hoy es Plaza de la Unión y antaño camposanto, al socaire del Macizo de Tigaiga y bajo la atenta mirada del bien atribuido y maliciosamente envidiado Mencey Bentor, medita el reloj:
─¿Qué hemos sido capaces de anunciar a los que se han dignado mirar, siquiera sea de soslayo. Me temo que bien poco. Y no por culpa nuestra, que estamos aquí de permanentes vigías de cuanto acontece a nuestro derredor. No queremos, ni pretendemos ser un mírame y no me toques.
─¿Cómo que no te miran? Hace bien poco saliste por la tele.
─¡Qué inoportuna! Espera.
Las nueve.
A tan temprana hora, según se mire, una pareja de extranjeros, eternos caminantes de senderos, culturas e historias, hace acto de presencia.
Acomodados en un duro banco de cemento, bajo la frondosidad de una singular palmera, se enfrascan en la lectura de una guía que acaban de extraer de una vieja mochila.
─No entiendo nada. Deben estar hablando en forastero.
─Pero nos miran. Fíjate. Nos examinan cuidadosamente. Y leen con avidez.
No fue capaz el reloj, ni aun la torre desde atalaya más singular, de atisbar aquel texto devorado con fruición, que versaba, precisamente, de cómo fue realizada aquella, en 1744, para sustituir al pequeño campanario que a la izquierda de la fachada había.
Pero algo fallaba. La pareja, inquieta, salió de su asiento. Se acercaba y observaba. Y repasaban, una y otra vez, su manual.
Las nueva y media.
La media docena de operarios se acercó al bar de Arturo. Primer descanso. Primer bocata.
Los venidos de allende los mares seguían enfrascados en el ver y mirar. Mucho más mirar que ver.
Quiso, entonces, intuir el reloj, que era mucho más despierto, que hablaban de la ampliación de la parte frontal. Esa que relegó a nuestros protagonistas a un segundo plano. Esa que ahora, con treinta años de existencia, se encuentra aquejada de aluminosis, y necesitada está de remiendos. Esa que alteró, notablemente, la estructura inicial del cancel y la del trascoro.
─¿Se fueron?
─No, entraron.
─¿Marcharon?
─No, entraron.
─¿Cómo? ¿Se fueron sin mirarnos?
El diálogo de sordos continuaba. Habían intentado ponerse de acuerdo a lo largo de estos más de cien años. Un largo siglo. Parece una eternidad. Son como niños.
Los forasteros han fisgoneado en retablos y capillas. Han escudriñado el altar mayor y el artesonado. Los enterramientos y bautisterio. La sacristía…
─¡Oye, se van!
Las diez en punto.
La guía les indica que en breves minutos pasará la guagua de Icod el Alto.
Un disco, una parada, un aviso…
Arriba, La Corona, placidez, quietud.
Abajo, por El Guindaste, la mar.
Y Los Realejos, de la una al otro, del alto al bajo.
La torre de Santiago, vigía, norte, señal.
¿Una señal? ¿Un símbolo? ¿Una marca? ¿Un signo?
Sí, un hito, un mojón, un vestigio, una huella, un rastro, un indicio, un asomo, un aviso, UNA COMUNICACIÓN.
La pareja señala a través del cristal no muy limpio, por cierto.
La carretera serpentea por el acantilado.
En la balaustrada de la torre el cura echa una visual al reloj. Se ha vuelto a parar. Instintivamente, mira hacia su muñeca.
─Y ya pasó el V Centenario. Como sea grave…

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