viernes, 10 de febrero de 2017

Ordenando cajones

Fui uno de los estudiantes que hicimos la mili a través de la extinta IPS (Instrucción Premilitar Superior). La última de sus hornadas, precisamente, porque después fue sustituida por la IMEC (Instrucción Militar, Escala de Complemento). Estuve dos veranos en las instalaciones de Los Rodeos, a pesar de que a los estudiantes de Magisterio en aquel entonces les pertenecía El Talarn (Lérida), de donde salían con el grado de cabo primero. Pero a quien estas líneas suscribe le cupo el inmenso honor de haber ocupado el primer lugar (ay, si escribiera mis memorias pondría en un brete a mi alcalde, pues le gusta tanto entregar metopas y distinciones) tras las oportunas pruebas físicas y psicotécnicas realizadas, con lo que me concedieron el ‘premio’ de quedarme en la isla, junto a otro compañero de Las Palmas.
Tras los meses reglamentados en los dos veranos precitados, había un cupo de alféreces y el resto de sargentos. De los casi trescientos cadetes de la compañía, cuando me enviaron la carta para que fuera a coger el nombramiento, con el que luego debería solicitar la realización de las prácticas en el acuartelamiento que hubiese plazas vacantes, el teniente que me atendió me señaló que me había recaído el número 43. Y vino a resultar que ese número marcaba el último alférez, ya que el siguiente, el 44, era el primero de los sargentos, hasta el último, claro.
Cuando con toda la ingenuidad de la juventud le señalé que mientras yo tendría más dificultades para pedir destino, el siguiente iba a tener todas las ventajas para su demanda. Pretendía un servidor hacer la conversa más distendida porque vi al hombre (el teniente; chusquero, o no de academia, por más señas) algo serio. Casi me mata (metafóricamente escribiendo), que si yo no tenía espíritu militar, que cómo carajo iba a ser lo mismo un oficial que un suboficial… Chacho, me vine para el pueblo medio chungo, con la moral castrense por los tobillos.
Bueno, abreviemos. En el mes de septiembre de 1973 me hallaba en Hoya Fría dispuesto a poner en práctica todas mis aptitudes. En una de las fotografías, de guapo, el día que, junto a otros compañeros, volvíamos a la vida civil (enero de 1974), a dar clases en la Barriada de San Antonio (La Orotava). En la otra, con la tropa del 4º llamamiento del 73 (4ª compañía). Buen capitán aquel. Me aconsejó que me quedara. Y se me fue el pensamiento a cuando el maestro me dijo si quería ir al seminario. Cuántos oficios se me han quedado por el camino.
Y como no se trata de contar anécdotas –que las hubo, y muchas– ni batallitas (entre las que deberé mencionar la ‘voladura’ de Carrero Blanco), te diré que en la primera guardia que me correspondió, y en uno de esos muchos ratos muertos de esas larguísimas 24 horas, me puse a confrontar los datos de los estadillos (que le había firmado en la mañana al oficial de guardia saliente) en los que se recogían las cantidades del material existente en las dependencias ubicadas en ‘El arco’ de la entrada al recinto cuartelario, y pude percatarme de que lo plasmado en los papeles no coincidía en nada con la realidad que veía a mi alrededor. Y como tuve la santa paciencia de contar hasta la munición, aquella diferencia brutal entre lo que había ante mis ojos y lo escrito en el papelito de marras me tuvo en vilo el resto de la jornada. ¿Qué hago?, me dije. Después de meditar no largo tiempo, valoré que lo conveniente sería hacer un inventario de fundamento y quedar a la espera de que a ningún superior se le ocurriera lo que a mí, es decir, comparar el mío con el anterior. Y así debió ser, porque nadie me envió aquel fatídico sobre con los caracteres rojos, en mayúscula, de CONFIDENCIAL, con el que era obsequiado todo el que metiese la pata y debía encerrarse los días de retiro obligatorio que el coronel estimase en la denominada sala de banderas. Lo que sí le aconteció al bueno de Manolo Santaella (q.e.p.d.) cuando se le escapó un arrestado y tuvo que venir a buscarlo a Punta Brava.
Me acordé de este pasaje cuando ayer en la lectura de rigor me entero de que un inspector de policía, mientras ordenaba cajones (o gavetas), tropezó con un pendrive  de 8 GB que contenía información de la familia Pujol, esa congregación catalana que vivía en Barcelona pero que viajaba hasta Andorra con frecuencia a resolver asuntos relacionados con sobres y maletines. Parece mentira que se conozca a esta unidad como Brigada Central de Blanqueo y Anticorrupción y luego tenga las gavetas tan desordenadas que se les extravía un dispositivo de memoria externa con tanta facilidad. Deberían encargar a uno de ellos para que mantenga el orden y la limpieza. Siempre habrá quien ostente el sambenito (arriba el recochineo) de la pulcritud o, al menor, de tener el don de poner las cosas en su sitio y saber el lugar exacto de su ubicación cuando se le reclame tal o cual expediente. Como cuando entras en un juzgado, por ejemplo, y son tantos los montones de legajos y carpetas que ni siquiera el que te atiende sabe dónde demonios se localiza el que busca con denuedo (aparente).
Yo creo haber sido ordenado en mi época de funcionario. Ahora me abandono un fisco más porque las obligaciones no son tantas. No me ha pasado lo que al PP con su gaviota. Pues transcurridos casi treinta años desde que cambiaron desde la Alianza Popular de Fraga, ha venido el artífice de su logo, Fernando Martínez Vidal, a indicar que se trata de un charrán, que es ave del mismo género pero no tan carroñera. Y piensa que esa puede ser la causa de todos los casos de corrupción que los salpica. Vamos, que ni parecido con Juan Salvador (Gaviota).
Aprovechemos, pues, este fin de semana, máxime cuando va a estar pasado por agua, y dediquémonos todos a ordenar papeles. Lo mismo encontramos los podencos. Y, a lo peor, unos cartuchos.

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