Finalizaba el comentario de ayer miércoles con el propósito
de no ponernos sementales, perdón, sentimentales, y heme aquí sumergido de nuevo
en recuerdos de años muy idos. Porque cuando vienen los nietos a casa y
realizan alguna actividad relacionada con sus andanzas académicas o preguntan
alguna cuestión de cualquier materia, no puedo evitar el echar la vista atrás.
Pero muy atrás, porque aunque no obra en mi poder documento alguno que dé fe de
mi paso por la única escuela, y con un único maestro, don Andrés Carballo Real,
en la que estudié vete a saber tú a estas alturas qué cursos y de qué plan de
estudios, sí que conservo el libro de calificación escolar del Colegio de San
Agustín y que arranca con los asientos del curso 1960-1961. Es decir que cuando
don Andrés me preguntó un buen día si quería ir al colegio o al seminario, y
suponiendo que el curso en el centro (declarado de interés social y reconocido
superior de enseñanza media, según consta en el boletín de calificaciones que
ahora mismo tengo delante de mis narices) de don Rafael Yanes, comenzara en
septiembre de 1960, estaba un servidor próximo a cumplir doce años. Es decir, iniciaba
algo tarde la andadura académica para cursar ingreso y primero, a examinar,
modalidad enseñanza libre, en el Instituto de La Laguna. A buen seguro que algo
parecido habrá ocurrido a los alumnos rescatados de las escuelas del pueblo y
que merced a no sé qué ayudas podíamos seguir haciéndonos hombres de provecho.
¿Se decía, no?
Pero hoy lo que nos concita es la vieja escuela de La
Longuera, la de los chicos, y dejaremos las aventuras colegiales para otra
ocasión, de terciarse. De la que guardo, como me imagino nos pasará a todos,
algunos momentos fotografiados en la mente que, a pesar de los años transcurridos,
ahí siguen imborrables.
Tranquilo vivía yo en una de las dos casas del costado sur
de la finca. En la zona de El Bosque, para ser más exactos. Bueno El Bosque en
aquel entonces, porque ahora es un asco lo que allí posee el ayuntamiento y que
lo tendrá abandonado para que haga juego con la Casona. Pero a Manuel
Domínguez, con sus mayorías absolutas, le perdonamos todo porque nos da besitos
y nos pasa la mano. La que yo habité ya sufrió un incendio y… Déjalo, no des
ideas.
Un buen día, mientras estaba yo tranquilo y despreocupado
cogiendo la hierba para los animales en una de las huertas altas –debajo estaba
El Llano, pues cada una tenía su nombre–, llega mi padre y me anuncia que nos
íbamos para la escuela, que ya había hablado con el maestro. Así, de sopetón,
sin anestesia, y sin un cursillo previo para que no me estresara. Y hasta La
Longuera me acompañó en aquel primer viaje. Después, “más nunca”. No como hoy
que le llevamos la maleta hasta cuarto de la ESO, como mínimo. No pienses que
con esta nueva actividad se me dispensaba de las agrícolas, ganaderas y
familiares.
Alguno más debió comenzar también ese día. En una de las dos
pizarras existentes el maestro había escrito las vocales. Y en aquella libreta
comenzó el aprendiz a dibujarlas. Muy mal no debí cumplir el cometido, pues no
corrió tanta suerte el que se sentó junto a mí. En los tiempos de la letra con
sangre entra, tuve, como bienvenida a los campos del saber, el disgusto de
contemplar en primerísima persona cómo alcanzaba fuerte cogotazo el compañero.
La verdad es que todo parecido de aquellos garabatos con lo que don Andrés
plasmó con anterioridad en el encerado no era siquiera mera coincidencia. No
justifico nada, que a uno también le duele el prójimo.
Hechos como el descrito, el de demostrar la autoridad a base
de leña, eran demasiados frecuentes. Y no con ello quisiera menoscabar la
ingente tarea de sacar adelante a más de cuarenta chavales, cada cual con sus
problemas de toda índole, sin maestros de apoyo ni de educación especial. Eran
tiempos de penurias tales que, después de ejercer la docencia durante toda mi
vida, sigo preguntándome cómo fue posible que todos aprendiéramos. Incluso
aquellos cuyas capacidades eran limitadas, bien porque la naturaleza no les
dotó de más luces, bien porque las carencias alimenticias no les permitían
rendir normalmente. Así que ya estamos en condiciones de corregir a los menudos
cuando nos señalan que tienen hambre. Tendrán ganas de comer, pero hambre, lo
que se dice hambre va a ser que no.
Ser de campo en esos tiempos de hambres y limitaciones puede
tener sus ventajas. Plátanos no nos faltaban. Y fruta en las temporadas,
tampoco. Teníamos, además, el complemento de la leche en polvo y el queso
amarillo. Era doña Gregoria la encargada de preparar el caldero de leche para
la media mañana. Llevábamos de casa la taza, vaso, cacharro o similar con el
gofio y el azúcar. Que lo mezclábamos a hurtadillas en los bajos del pupitre
para de vez en cuando echarnos la ‘goguita’. Y cuántas veces nos quedamos
‘enyugados’. Hacer la fila y tener sumo cuidado con que la temblona mano de
doña Gregoria no echara por fuera el contenido del cucharón y te pegara una
quemada de mucho cuidado. Y en la sesión de tarde, el queso amarillo. Que
untabas con el dedo en el cacho de pan que llevábamos de casa. Cuántas veces se
acudió al reparto sin nada en las manos porque los reiterados pellizcos habían
hecho desaparecer el material. Qué tiempos. Cuánta miseria. Pero qué bien sabía
el condenado queso.
(Concluiremos mañana)
En Guamasa en la "Escuela de Dª Teresita" teníamos suerte de estudiar chicos y chicas juntos, por los años 60, nos preparaba para el examen de ingreso, en el Instituto Cabrera Pinto y de allí fuimos varios a la Universidad
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