Venía el maestro en la guagua desde el Puerto. Como los obreros
del entonces, con el cesto de la comida. Que degustaba mientras los arrestados,
de rodillas, cantábamos los números de la tabla de multiplicar que se
atravesaban con mayor frecuencia de lo habitual. Único recurso de la época:
memoria pura y dura. Salir airoso de la tabla del 9 era todo un reto. Tanto
como el del trabalenguas de Guerra tenía una parra y parra tenía una perra…
Sabio remedio para que se me curara la trabadura con la dichosa letra.
En cierta ocasión que me tocó pasar el calvario de entonar
el 8 x 7 mientras don Andrés almorzaba –ay, cómo nos corrían las tripas– junto
a un par de prisioneros, escuchamos a la madre de un compañero que pedía a
gritos en la calle –¿calle, dijiste?,
un camino de tierra y que servía también de campo de fútbol– a su hijo que
dónde demonios había metido la ‘joce’. A lo que este, con total rotundidad y
mayor solemnidad le corrigió para indicarle que debía decir hoz. Hecho que por
la tarde supuso la felicitación del maestro al escolar por la disertación tan
acertada, que venía a probar y ratificar que las enseñanzas en la escuela eran
fructíferas.
El cuaderno de rotación era la joya de la corona. En él se
plasmaba el quehacer cotidiano, los adelantos que se mostraban al inspector en
sus visitas anuales. Tintero y papel secante eran elementos consustanciales con
el mismo. Pero cuánto peligro entrañaban. Porque utilizar el uno era sinónimo
de haber errado con el otro. Y meter la pata con la pluma –no de las modernas,
sino las de mojar– en momentos tan trascendentales significaba echar por tierra
el muestrario. Se subía por las paredes el docente cuando algún percance venía
a poner un manchón en tan inmaculado material escolar.
Había desafíos los sábados. Sí, has leído bien, los sábados.
Debías preparar tres preguntas y una de catecismo. Y nada de apuntar en un
papelito; de memoria. Los contrincantes se ubicaban a cada costado de la mesa –siempre
al alcance de las manos del maestro– desde donde se lanzaban las cuestiones.
¿Premio al ganador? La satisfacción del deber cumplido.
Pero el Día de San Andrés cambiaba el semblante de toda la
comunidad. Era el día del maestro. Al que regalábamos, normalmente, productos
del campo: papas, conejos, gallinas… A cambio, su mujer, que le acompañaba en
fecha tan señalada, nos obsequiaba con galletas y dulce de guayabo,
exquisiteces que no estaban al alcance de economías tan precarias y que nos
sabía el convido a gloria. En los últimos años de la década de los cincuenta ya
venía un furgón, el de los Padres Agustinos, a recoger las dádivas de los
escolares.
El salón de la escuela estaba situado junto a la Casa Alta.
Esta continúa. El otro pasó a mejor vida con el despegue económico del barrio (La
Longuera). Puesto que El Toscal era otro ente poblacional. Donde se hallaba la
escuela de las chicas. Años más tarde, en la década de los sesenta, se
fabricaron ambas, con casa para los maestros, en la zona de La Puntilla. Y
fueron regentadas en sus inicios por el propio don Andrés y doña Lola. Luego
los barrios se unieron, comenzó la explosión demográfica, se alquilaron salones
para impartir las clases y… esa es otra historia.
Hago esta apostilla final para una composición de lugar con
las fotografías. Aunque todas pertenecen a este sector realejero, solo una es
de la época que me correspondió vivir. Estamos retratados en un costado del
Tomás de Iriarte portuense, el que daba para la Plaza de la Iglesia, que ya no
sé cómo está ahora. En la misma figura Antonio Estévez, que hacía las Prácticas
de Magisterio en el entonces. El de la pelota es del Puerto y venía con el
maestro. No recuerdo su nombre. Y el chaval del sombrero, uno de los hijos de
don Andrés. Habíamos ido de gira al Botánico y Martiánez. Toda una odisea.
Como el tiempo me trae a mal vivir con esta dichosa calima,
en cierta ocasión el maestro nos mandó para casa a toda pastilla porque venía
un tiempo raro. Y cuando tiraba para La Gorvorana, con las patas que me
llegaban al culo, contemplé una enorme nube de tierra, producto del viento que
se avecinaba o una intensa calima como la que hubo por Reyes décadas atrás, que
se halla a buen recaudo en el disco duro de la memoria. Con lo fácil que
hubiese sido el que mis padres me compraran un móvil y no unos conejos para
comer carne muy de vez en cuando. Si a un profesor se le ocurriese hoy cometer
esas locuras…
Y las adversidades nos hicieron fuertes. Te cortabas –lo más
normal a esas edades y ya con un cuchillo en las manos– unas telarañas o
cenizas de un rolo, hemorragia cortada. Ta caías y calladito por si acaso. De
algo poco mayor, uno creció a pesar de los pesares, me mandaba alguna vez el
dueño de la finca, cuando venía a visitarla desde Ballester (Santa Cruz), a
comprarle cigarros Vencedor en la venta de Domingo y Lutgarda y me regalaba
siempre un duro a la vuelta. Y mi padre, encargado ya de la finca con el paso
del tiempo, le recriminaba que era mucho dinero para el chico. Te podrás
imaginar las ganas mías para decirle que se estuviera calladito.
En fin, amigos, vivencias para cuando sea más viejo y
escriba… más boberías.
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