martes, 4 de febrero de 2020

La Gomera

Siento no haber sido capaz de contabilizar las ocasiones en que he plasmado unas líneas de la isla de La Gomera. En los varios millares de artículos publicados, a buen seguro que algunas decenas. Y de cómo y cuándo llegué a ella por primera vez, también. Entre las fotografías (escaneadas) que amenizan estos párrafos (todas del pasado siglo, algunas con más de treinta años), una del verano de 1962, año en que se puso en funcionamiento el viejo campamento de El Cedro, en la zona de Las Mimbreras, y observarás un grupo de muchachos realejeros delante de la tienda que nos sirvió de cobijo durante las tres semanas de estancia en aquellos entrañables parajes. Con los baños en las aguas heladas de El Riachuelo y los paseos vespertinos hasta la ermita de Nuestra Señora de Lourdes, “inaugurada” en agosto de 1935 y cuya promotora fue la inglesa Florence Stephan Parry, quien fuera institutriz de los hijos de don Mario Novaro Parodi, propietario de una fábrica de conservas ubicada en La Cantera (Alajeró). En la placa colocada en una de las paredes de la ermita se indica que doña Florencia murió en 1964. Era viva, pues, cuando yo recalé por aquellos lares a bordo del correíllo La Palma.

Pero ahora La Gomera es noticia por mor de un virus, del coronavirus. Y los medios de comunicación tradicionales, por si fuera poco el desmedido afán de protagonismo de las redes sociales, se han lanzado, en competencia feroz, a poner el ventilador en marcha. Que se esparzan los efluvios del despropósito. Leña al mono, que la novedad lo requiere y el morbo manda.

No es mi intención cansarte con información que ya conoces a través de otros conductos. Sobre todo, y es cuestión a tener siempre en cuenta, la de los cauces oficiales. Algunos especialistas de la medicina han tenido que salir a la palestra para intentar poner algo de cordura en el maremágnum organizado. Porque cada vez que surgen imprevistos en la vida, es sintomática la casuística: nacen por generación espontánea los expertos para disertar las sandeces de rigor y difundir los malévolos bulos que ensanchan los límites del lodazal.

No echemos más gasolina al fuego, le escuché a cierto doctor en un vídeo que difundió con la finalidad de solicitar la debida prudencia y exigir un mínimo de sensatez en lo que se publica. Los chismes, los rumores, cuando no, directamente, falsedades y engaños, se erigen en protagonistas de una situación que requiere tranquilidad y sosiego. Porque los excesos, también los informativos (no contrastados en la mayoría de ocasiones), siempre acarrean consecuencias nefastas. Nos olvidamos de que enfermedades como el sarampión y la tosferina –tan comunes no ha tanto– fueron altamente contagiosas. Mucho más que esta que ahora nos concita. O la misma gripe, que ya tomamos como una normalidad más, y cuya letalidad es superior. Debe ser que la costumbre nos hace olvidar los efectos colaterales.

Cuando uno lee, con ilustración al canto, “esta es la casa en la que estaba el positivo de coronavirus en La Gomera”, flaco favor prestamos a Hermigua y, por ende, a una isla que recibe con los brazos abiertos a un turismo alemán que patea sus rincones, que come en sus restaurantes y que invita a sus amigos a que acudan al reclamo de la magia natural que nos brinda nada menos que un Parque Nacional. Da la impresión de que no somos conscientes de lo que el turismo significa para estas peñas atlánticas. Y del daño irreversible que podemos causar en los ingresos que nos proporciona esta 'industria', sostén inequívoco de la economía canaria. No, coartar tu derecho a informar, no, pero te exijo que lo hagas bien. Y si no, dedícate a coger hierba para las cabras. Urge, insisto, profunda reflexión en el gremio.

O “la gente hace vida normal y no se ven mascarillas”. Y es que “los periodistas enviados a La Gomera”, como también vislumbré en cierto diario y que pone de manifiesto que cuando hay carnaza, todos al festín, pretendían encontrar en el mismo muelle de La Villa a procesiones de zombis, provenientes de la zona con el mejor clima del mundo, atravesando el túnel de La Carbonera (enero 1936, Ricardo J. Valeriano), danzando extraños rituales y encabezados por el mismísimo Michael Jackson.

Me apena sobremanera que los tan cuestionados medios de comunicación se presten a componendas tales. Porque con semejantes procederes solo aumentan el descrédito de una profesión que requiere, urgentemente, otros mimbres. Y que se venga a La Gomera, mi querida Gomera, a condimentar bulos que conducen a confusiones de imprevisibles consecuencias, me repugna. Luego, con el paso del tiempo, nos seguiremos quejando del choteo en que nos sumergimos cada vez más. Y cuando el lector, cansado de tanto bombardeo infumable, nos deje tirados en la cuneta, se escuchará el triste lamento, espero que no silbado, por las propias laderas y barrancos de esa isla a la que en estos momentos ponemos en valor, pero negativo.

De poco vale que el afectado ya no presente síntoma alguno. Qué pena, pensará más de un avispado. Para nuestra desgracia, la venta (des)informativa quedó eclipsada por La Candelaria chipudana. Seguro que fue Sonia, y su Fortaleza argodeyana, la que desvió nuestra atención. Lo que, con mi característica ironía –por si alguien lo malinterpretó– celebro enormemente. Y es que lo que me duele, me duele. Sin más.

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