Tuvo que salir Casimiro Curbelo a desmentir cierto bulo que,
según escuché en sus declaraciones, circuló por las redes sociales y que señalaba
la huida de los turistas alemanes, alojados en la villa gomera de Hermigua, que
vinieron de vacaciones con el todavía ingresado en el hospital de aquella isla
y afectado, aunque asintomático, por el coronavirus. Según el rumor que se
extendió, los indicados visitantes, que pasan el periodo de cuarentena (catorce
días) en su lugar de vacaciones, se habían marchado de la isla, dándose cuenta,
además, y con todo lujo de detalles, de la manera que lo hicieron y de los
medios de transporte utilizados.
Que las redes sociales se presten a componendas tales, que
todos nos hayamos convertido en prestigiosos y afamados comunicadores, que cada
cual interprete la realidad como mejor le venga en gana y otras nimiedades de
porte parecido, parece hasta normal en un mundo en que prima la rapidez y donde
lo acaecido cinco segundos atrás pasa a un plano secundario, cuando no al más
ignominioso de los olvidos, con facilidad pasmosa.
Y de este afán de
protagonismo barato se han contagiado, peligrosamente, los medios de
comunicación tradicionales. Porque elevamos a rango de noticia todo soplo
inconsistente por aquello de la primicia, la fama y otras zarandajas varias,
con el peligro evidente del más espantoso de los ridículos. Y como nadie se baja
del burro para retractarse de las meteduras de pata, el prestigio del gremio,
demasiado ocupado por advenedizos de escasa monta, ya raya el más bufo de lo
absurdos.
Dos esclarecidos periodistas, de los que se prodigan en proclamarse
(a sí mismos mismamente) como
adalides del buen quehacer, de la seriedad, de la constatación de lo publicado
y/o emitido, de beber hasta en las fuentes secas y todos esos santos principios
que debieran regir la profesión, se han subido al carro de los despropósitos. Y
en el transcurso de cierto programa televisivo en una de las cadenas locales
aún existentes en estos predios lanzaron, urbi et orbi, que, efectivamente, los
alemanes habían puesto pies en polvorosa.
He esperado unos días para comprobar si tenía lugar la rectificación
oportuna, reconocer el error ─algo
que en la raza humana acaece, por desgracia, con poca frecuencia─, pero todavía, al menos hasta cuando
estas líneas redacto, ninguno de los dos se ha bajado del burro. A lo peor es
que el concurso de murgas solapó la supuesta exclusiva y va en el mismo paquete
lo comido por lo servido.
Escribía días
atrás en mi artículo ‘La Gomera’ (publicado en este blog el 4 de febrero próximo
pasado) el siguiente párrafo:
“Me apena sobremanera que los tan cuestionados medios de
comunicación se presten a componendas tales. Porque con semejantes procederes
solo aumentan el descrédito de una profesión que requiere, urgentemente, otros
mimbres. Y que se venga a La Gomera, mi querida Gomera, a condimentar bulos que
conducen a confusiones de imprevisibles consecuencias, me repugna. Luego, con
el paso del tiempo, nos seguiremos quejando del choteo en que nos sumergimos
cada vez más. Y cuando el lector, cansado de tanto bombardeo infumable, nos
deje tirados en la cuneta, se escuchará el triste lamento, espero que no
silbado, por las propias laderas y barrancos de esa isla a la que en estos
momentos ponemos en valor, pero negativo”.
Cambien lector por telespectador o radioyente y en las
mismas seguimos. Podría alegarse de que estas cuestiones deberían ser
solventadas (enseñadas) en las universidades, contempladas en los respectivos
planes de estudios. Yo, sinceramente, creo que no. Porque todo aquel cuyo
sentido común no le permita ver con nitidez meridiana conceptos tan elementales,
no merece que le acerquen una alcachofa a cierta abertura situada debajo de la
nariz. Es más, deberían estar en posesión de una orden de alejamiento.
Estos, así como los insultadores profesionales (hay peligro
de contagio por este Norte), siguen poniendo el listón muy alto en el ranking de los despropósitos. Así nos
va. Qué gentes. Qué radios (y teles). Qué grillos. Qué disparates. Qué
chanchullar más obsceno. Qué almóndigas. Qué toballas. En suma, qué nivel.
Muy bien, profe. Estas cosas demuestran que el sentido común de algunos es el menos común de los sentidos. ¿Para qué hablar entonces de la deontología profesional? Lo peor es que unos cuantos, encima, van dando lecciones de periodismo y ética. Sin remedio.
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