lunes, 24 de febrero de 2020

CVC

Mañana del domingo 23 de febrero. Fecha de infaustos recuerdos. Sopla el viento y balcones, azotea, patio, rampa del garaje y cuanto espacio de la vivienda dé al exterior, un asquito. Por utilizar el diminutivo tan peculiar en nuestras islas, que si no hubiese escrito que todo está hecho una mierda. La calima no me deja ver mucho más allá de las lindes de la nariz. ¿Inconveniente de tenerla grande? La nariz, te dije. O, quizás, la ventaja de ser síntoma inequívoco de gente inteligente. Eso leí, y cada cual presume como mejor estime conveniente. Pero lo cierto es que ya comienzo a notar los efectos de tanto polvo en suspensión con alto porcentaje de cualquiera sabe qué clase de partículas. Si cuando pusieron arena del Sáhara en Las Teresitas, se comentó, y mucho, acerca de la existencia de alacranes que vinieron cómodamente transportados, no me extrañaría que aparecieran cigarrones en las plantas que tengo en casa. Como ya uno vivió episodios de tal índole en la década de los cincuenta del pasado siglo, no quisiera revivir incidentes tan desagradables. Aunque yo creo que ya no vienen porque no es lo mismo zamparse un hotel, verbigracia, que una huerta de papas.

No me gustan estos episodios de viento. Y si llegan aderezados con unas toneladas de tierra, mucho menos. El viento es traicionero y te puede dar tremendo susto en el más inesperado instante. Por eso, tranquilamente recogido en casa, rememoro y tecleo. Fue también por la época aludida anteriormente cuando sobrevivimos a uno, en una de las dos casas existentes en la zona de El Bosque de La Gorvorana. En la que está en la zona más alta de lo que fue enorme finca de platanera. La que quemaron hace unos años. Y gracias a aquellas gruesas paredes, que dejaban espacios protectores en los huecos de puertas y ventanas, escapamos. Siempre causan estragos durante la noche. Como para sorprenderte. Con las primeras luces del día, espectáculo dantesco: plantones a destajo por lo suelos, tejas que volaron con el soplo de fuertes varahadas (barajadas, en canario), cobertizos de los animales desaparecidos y planchas metálicas –qué peligro– que tomaron rumbos desconocidos…

No, insisto, odio vientos y calimas. Y como concurren muchas veces en el transcurso de febrero, mes loco por excelencia, que es cuando, asimismo, nos tropezamos con los carnavales, todo en un paquete. Debe ser la edad. Porque sí me gustaron –las fiestas de don carnal– en años idos para siempre. Y disfruté participando, incluso en la murga más aburrida que hubo por estos contornos norteños: Los soroquitos. Nacida al cobijo de la Sociedad Valle de Taoro (Casino de La Dehesa). Y en grupos para dar brincos bailongos cual consumados especialistas. En uno de ellos, con disfraz de pingüino y que una calufa de no te menees, posibilitó que ni siquiera lo estrenara; no quise asesinar al animalito.

Le ha pasado al carnaval lo que al fútbol. Deporte que practiqué, junto a otras modalidades, y que ahora me causa sopor, cuando no hastío. Del amor al odio casi sin espacio intermedio. Pero dejaré los avatares para cuando me decida escribir las memorias. Para demostrar a esta juventud de hoy que con sus mimbres, aquellos que ya contamos con unas cuantas décadas a nuestras espaldas no hubiésemos subsistido. Porque la mimosería no existía, ni siquiera en el diccionario. Los psicólogos no estaban ni en proyecto. Y los médicos eran raramente visitados, porque la medicina natural, la que la vida laboral diaria, fundamentalmente agrícola, te brindaba, era de una efectividad total. Y con el que no funcionaba el remedio casero y tenía la infeliz ocurrencia de irse a vivir al otro barrio, se le aplicaba la solución para todo. Así, ante la consabida pregunta (¿y de qué murió?), la respuesta enlatada: de repente.

La corriente eléctrica comienza a mostrar los primeros síntomas de la ventolera. Entre un corte y otro enciendo la tele y observo que los intrépidos reporteros de la nuestra, la canaria, mientras nos piden que extrememos las precauciones, ellos hacen el gilipollas con sus melenas bamboleantes. Hasta que ocurra una desgracia, porque yo desde una ventana vislumbro cómo vuelan objetos de muy diversa categoría.

Casi me olvido. ¿Qué significa el titular? Pues no es Card Verification Code,  ese código de seguridad de las tarjetas bancarias. Es, simplemente, Calima, Viento y Carnavales, por razones obvias.

Y termino con la felicitación a Alexis Santa por su triplete real: dos en Santa Cruz y la tercera en el pueblo. Cómo disfrutan los políticos.

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