Mañana del domingo 23 de febrero. Fecha de infaustos
recuerdos. Sopla el viento y balcones, azotea, patio, rampa del garaje y cuanto
espacio de la vivienda dé al exterior, un asquito. Por utilizar el diminutivo
tan peculiar en nuestras islas, que si no hubiese escrito que todo está hecho
una mierda. La calima no me deja ver mucho más allá de las lindes de la nariz.
¿Inconveniente de tenerla grande? La nariz, te dije. O, quizás, la ventaja de
ser síntoma inequívoco de gente inteligente. Eso leí, y cada cual presume como
mejor estime conveniente. Pero lo cierto es que ya comienzo a notar los efectos
de tanto polvo en suspensión con alto porcentaje de cualquiera sabe qué clase
de partículas. Si cuando pusieron arena del Sáhara en Las Teresitas, se
comentó, y mucho, acerca de la existencia de alacranes que vinieron cómodamente
transportados, no me extrañaría que aparecieran cigarrones en las plantas que
tengo en casa. Como ya uno vivió episodios de tal índole en la década de los
cincuenta del pasado siglo, no quisiera revivir incidentes tan desagradables.
Aunque yo creo que ya no vienen porque no es lo mismo zamparse un hotel,
verbigracia, que una huerta de papas.
No me gustan estos episodios de viento. Y si llegan aderezados
con unas toneladas de tierra, mucho menos. El viento es traicionero y te puede
dar tremendo susto en el más inesperado instante. Por eso, tranquilamente
recogido en casa, rememoro y tecleo. Fue también por la época aludida
anteriormente cuando sobrevivimos a uno, en una de las dos casas existentes en
la zona de El Bosque de La Gorvorana. En la que está en la zona más alta de lo
que fue enorme finca de platanera. La que quemaron hace unos años. Y gracias a
aquellas gruesas paredes, que dejaban espacios protectores en los huecos de
puertas y ventanas, escapamos. Siempre causan estragos durante la noche. Como
para sorprenderte. Con las primeras luces del día, espectáculo dantesco:
plantones a destajo por lo suelos, tejas que volaron con el soplo de fuertes
varahadas (barajadas, en canario), cobertizos de los animales desaparecidos y
planchas metálicas –qué peligro– que tomaron rumbos desconocidos…
No, insisto, odio vientos y calimas. Y como concurren muchas
veces en el transcurso de febrero, mes loco por excelencia, que es cuando,
asimismo, nos tropezamos con los carnavales, todo en un paquete. Debe ser la
edad. Porque sí me gustaron –las fiestas de don carnal– en años idos para
siempre. Y disfruté participando, incluso en la murga más aburrida que hubo por
estos contornos norteños: Los soroquitos. Nacida al cobijo de la Sociedad Valle
de Taoro (Casino de La Dehesa). Y en grupos para dar brincos bailongos cual
consumados especialistas. En uno de ellos, con disfraz de pingüino y que una
calufa de no te menees, posibilitó que ni siquiera lo estrenara; no quise
asesinar al animalito.
Le ha pasado al carnaval lo que al fútbol. Deporte que
practiqué, junto a otras modalidades, y que ahora me causa sopor, cuando no
hastío. Del amor al odio casi sin espacio intermedio. Pero dejaré los avatares
para cuando me decida escribir las memorias. Para demostrar a esta juventud de
hoy que con sus mimbres, aquellos que ya contamos con unas cuantas décadas a
nuestras espaldas no hubiésemos subsistido. Porque la mimosería no existía, ni
siquiera en el diccionario. Los psicólogos no estaban ni en proyecto. Y los
médicos eran raramente visitados, porque la medicina natural, la que la vida
laboral diaria, fundamentalmente agrícola, te brindaba, era de una efectividad
total. Y con el que no funcionaba el remedio casero y tenía la infeliz
ocurrencia de irse a vivir al otro barrio, se le aplicaba la solución para
todo. Así, ante la consabida pregunta (¿y de qué murió?), la respuesta enlatada:
de repente.
La corriente eléctrica comienza a mostrar los primeros
síntomas de la ventolera. Entre un corte y otro enciendo la tele y observo que
los intrépidos reporteros de la nuestra, la canaria, mientras nos piden que
extrememos las precauciones, ellos hacen el gilipollas con sus melenas
bamboleantes. Hasta que ocurra una desgracia, porque yo desde una ventana
vislumbro cómo vuelan objetos de muy diversa categoría.
Casi me olvido. ¿Qué significa el titular? Pues no es Card Verification Code, ese código de seguridad de las tarjetas
bancarias. Es, simplemente, Calima, Viento y Carnavales, por razones obvias.
Y termino con la felicitación a Alexis Santa por su triplete
real: dos en Santa Cruz y la tercera en el pueblo. Cómo disfrutan los
políticos.
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