lunes, 7 de octubre de 2019

El porqué

Difícil –bastante– el intentar explicar en breves líneas el porqué uno osa inmiscuirse en los intrincados vericuetos de la escritura. Puede que sea una necesidad vital. Idéntica a la que debe sentir quien vive para comer. Y como uno es más de andar por casa y solo come para vivir, debe desahogar inquietudes ante una hoja de papel en blanco. Sí, porque aunque uno ya se atreva a plasmar pareceres de manera directa ante la pantalla de un ordenador, la plantilla correspondiente del procesador de textos –normalmente Word– seguirá figurando en su fuero interno como un folio inmaculado. En el que habrá que garabatear para pergeñar los motivos a exponer.

A pesar de adquirir ciertas rutinas, el hecho de alongarte de manera continuada al examen de tus potenciales lectores constituye un examen complicado. Porque acertar en los contenidos no es tarea sencilla. Y el exceso (des)informativo al que estamos sometidos en la actualidad es hándicap añadido al quehacer.

Un servidor no es ajeno a los avances de las nuevas tecnologías. E intenta adaptarse a las exigencias de la vida moderna a pesar de sentirse agobiado en más de una ocasión. Porque los adelantos superan con creces el ritmo de vida de un jubilado. Que no se conforma, sin embargo, con los viajes del Imserso o sentarse en uno de los bancos de la plaza.

El haber incursionado en diferentes facetas a lo largo de mi existencia solo ha venido a confirmar lo pequeños que somos ante la inmensidad que nos rodea. Y reconociendo la fortuna de haber podido plasmar esta afición a juntar letras en distintos formatos, cada vez me asusta más la facilidad con la que enjuiciamos labores ajenas. Me reconozco también pecador.

He permanecido dos meses largos sin subir a La Corona. Ese espacio natural privilegiado de nuestro pueblo que me permite navegar con el auxilio de las modernas herramientas informáticas. Porque necesitaba desconectar de agobios y pesadeces. Que las hay. Y los hay. Externos, pero que hieren tanto, o más, que abatimientos intrínsecos. Jamás llegué yo a pensar / que fuera un agente extraño / quien causara tanto daño…

En el ínterin he seguido escribiendo. Pero se han guardado –décimas incluidas, y algunas bastante contestatarias– en el baúl de lo inconfesable. Y tras larga y concienzuda meditación, aquí estoy de nuevo en mi blog, en mi pañuelo, en mi desahogo. Sujeto, cómo no, a opiniones y veredictos. Máxime cuando uno, en el lícito afán de ganar algún lector, que no adepto, publica las entradas de su Desde La Corona en Facebook y Twitter. Redes sociales que han permitido encumbrar mediocridades, al tiempo que derribar mitos y leyendas.

Como uno se deja aconsejar por quienes, dada la juventud y puesta a punto en dispositivos y aplicaciones, nos llevan unos kilómetros de ventaja, se percata de que siempre existen mecanismos para poner freno a insensateces y desmanes, cuando no ansias e ínfulas de grandeza. Y agradece infinitamente la puesta a punto. Algo que no dista mucho de aquel sabio consejo de mi padre cuando expresaba lo de que cortando huevos se aprende a capar. Y como no estoy por volver a poner la otra mejilla, al que se exceda, restricción al canto. Porque confundir la libertad de expresión con el supuesto derecho a incordiar, va a ser que no.

Pude muy bien ahorrarme la disertación precedente y resumir con aquello de que escribo porque me da la realísima gana. Y el que quiera leerme, que lo haga (y si lo comparte, miel sobre hojuelas) y plasme gentilmente la opinión al respecto en el sentido que crea oportuno, si así lo considerase conveniente, y le aseguro que bien recibida será porque en la variedad está el gusto, al tiempo que… hagámonoslo mirar y un respetito es muy bonito. Amén.

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