Difícil –bastante– el intentar explicar en breves líneas el
porqué uno osa inmiscuirse en los intrincados vericuetos de la escritura. Puede
que sea una necesidad vital. Idéntica a la que debe sentir quien vive para
comer. Y como uno es más de andar por casa y solo come para vivir, debe desahogar
inquietudes ante una hoja de papel en blanco. Sí, porque aunque uno ya se
atreva a plasmar pareceres de manera directa ante la pantalla de un ordenador,
la plantilla correspondiente del procesador de textos –normalmente Word–
seguirá figurando en su fuero interno como un folio inmaculado. En el que habrá
que garabatear para pergeñar los motivos a exponer.
A pesar de adquirir ciertas rutinas, el hecho de alongarte
de manera continuada al examen de tus potenciales lectores constituye un examen
complicado. Porque acertar en los contenidos no es tarea sencilla. Y el exceso (des)informativo
al que estamos sometidos en la actualidad es hándicap añadido al quehacer.
Un servidor no es ajeno a los avances de las nuevas tecnologías.
E intenta adaptarse a las exigencias de la vida moderna a pesar de sentirse
agobiado en más de una ocasión. Porque los adelantos superan con creces el
ritmo de vida de un jubilado. Que no se conforma, sin embargo, con los viajes
del Imserso o sentarse en uno de los bancos de la plaza.
El haber incursionado en diferentes facetas a lo largo de mi
existencia solo ha venido a confirmar lo pequeños que somos ante la inmensidad
que nos rodea. Y reconociendo la fortuna de haber podido plasmar esta afición a
juntar letras en distintos formatos, cada vez me asusta más la facilidad con la
que enjuiciamos labores ajenas. Me reconozco también pecador.
He permanecido dos meses largos sin subir a La Corona. Ese
espacio natural privilegiado de nuestro pueblo que me permite navegar con el
auxilio de las modernas herramientas informáticas. Porque necesitaba desconectar
de agobios y pesadeces. Que las hay. Y los hay. Externos, pero que hieren tanto,
o más, que abatimientos intrínsecos. Jamás llegué yo a pensar / que fuera un
agente extraño / quien causara tanto daño…
En el ínterin he seguido escribiendo. Pero se han guardado –décimas
incluidas, y algunas bastante contestatarias– en el baúl de lo inconfesable. Y
tras larga y concienzuda meditación, aquí estoy de nuevo en mi blog, en mi
pañuelo, en mi desahogo. Sujeto, cómo no, a opiniones y veredictos. Máxime
cuando uno, en el lícito afán de ganar algún lector, que no adepto, publica las
entradas de su Desde La Corona en Facebook y Twitter. Redes sociales que han
permitido encumbrar mediocridades, al tiempo que derribar mitos y leyendas.
Como uno se deja aconsejar por quienes, dada la juventud y
puesta a punto en dispositivos y aplicaciones, nos llevan unos kilómetros de
ventaja, se percata de que siempre existen mecanismos para poner freno a
insensateces y desmanes, cuando no ansias e ínfulas de grandeza. Y agradece
infinitamente la puesta a punto. Algo que no dista mucho de aquel sabio consejo
de mi padre cuando expresaba lo de que cortando huevos se aprende a capar. Y
como no estoy por volver a poner la otra mejilla, al que se exceda, restricción
al canto. Porque confundir la libertad de expresión con el supuesto derecho a
incordiar, va a ser que no.
Pude muy bien ahorrarme la disertación precedente y resumir
con aquello de que escribo porque me da la realísima gana. Y el que quiera
leerme, que lo haga (y si lo comparte, miel sobre hojuelas) y plasme gentilmente la opinión al respecto en el sentido
que crea oportuno, si así lo considerase conveniente, y le aseguro que bien
recibida será porque en la variedad está el gusto, al tiempo que… hagámonoslo
mirar y un respetito es muy bonito. Amén.
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