“Otro
curso que finaliza. Con sus pros y con sus contras. Con sus ventajas y sus
inconvenientes. Pero con la sensación de que siguen fallando muchas cosas en el
terreno educativo. Y de que los alumnos han perdido el norte. Que no se estudia
y que la pérdida de valores adquiere tintes alarmantes.
Lo
malo es que entiendo puedan existir posibilidades para ir arreglando el
desaguisado que entre todos hemos ido fabricando. Y los movimientos asociativos mucho tendrían
que aportar. Porque hemos ido creando niños y niñas de juguete, que han
constituido en su más tierna infancia el entretenimiento de la familia, a los
que hemos dotado de todos cuantos caprichos se le han antojado. Y ahora, una
vez crecido de manera torcida, intentamos inútilmente ponerlo derecho.
Nos
hemos empeñado en darles todo aquello que nosotros no tuvimos y el acomodo que
han adquirido se ha constituido en tremendo hándicap. Han perdido su escala de
valores y no son capaces ni siquiera de entender que las cosas puedan suponer
algún tipo de sacrificio. Acostumbrado a abrir la boca y tener a su disposición
inmediata cualquier artilugio, hacerles comprender que el estudio puede
implicar un bien en un futuro, próximo o lejano, no constituye aliciente
alguno.
Porque
el saber cuesta, independientemente de la metodología utilizada. Hay chicos que
acuden a las aulas, porque en esas horas de la mañana se aburren en la calle.
Pero pasan olímpicamente de cuanto allí se comenta y se explica. Porque ni lo
entienden ni les interesa depositar su atención en explicaciones que nada les
dice. Y como el sistema educativo se ha trazado desde líneas de la generalidad,
escasas alternativas puede ofrecérseles a esos chicos y chicas desmotivados.
Que cada vez son más. Y que tienen la rara habilidad de ir llevando a su campo
a los que aún se les ve alguna posibilidad.
Pero
como también existen alumnos que, por los motivos que sean, todavía creen que
el éxito en la vida es directamente proporcional a la preparación adquirida y
rinden a plena satisfacción, nos encontramos con clases en las que se decantan
dos grupos en los extremos: sobresalientes y objetores, interesados y pasotas,
preocupados e indiferentes. Con lo que se está convirtiendo en normal lo que
hasta hace bien poco no era corriente. Y aquellos que llevamos unos cuantos
septiembres en esta labor, hemos sido testigos de un cambio brutal, radical.
Con chicos cada vez más inteligentes, pero menos trabajadores. Con mentes
privilegiadas que se pierden en el más duro anonimato y pasan a formar parte de
un colectivo de gente apática, dependiente y cargada de cansancio y sopor desde
el instante en que se levantan hasta que por la noche depositan sus huesos en
el catre, aun sin haber realizado el más mínimo esfuerzo físico o mental.
Nos
hemos cargado la formación profesional y obligamos al alumno a permanecer
obligatoriamente hasta los dieciséis años entre las cuatro paredes del aula. Lo
malo es que con el bagaje de conocimientos extras y de calle, bien poco le
interesa lo otro. Y desde Primaria se detecta que la balanza se inclina
peligrosamente. Ya no es necesario esperar a los últimos cursos de Secundaria,
los supuestamente peligrosos.
Las
asociaciones de madres y padres algo tendrían que aportar. Porque en la
actualidad, como la mayoría de colectivos, vegetan y ni acuden al requerimiento
de los docentes. Se hacen campañas furibundas para lograr que los maestros
saquen a los chicos de excursión. Como si las actividades extraescolares fuesen
la solución a los problemas de estudio. Sin darse cuenta de que esa alternativa
ya no supone un aliciente ante unos chicos que viajan y se divierten como
nunca. Y que en su vida normal tienen a su alcance cualquier premio que pueda
ofrecerle la escuela. Con lo que acaba por ser otra novelería más que añadir al
amplio capítulo de distracciones varias.
Me
temo que la solución esté en los propios chicos de hoy. Que serán padres del
mañana. Porque los adultos de hoy hemos perdido el principio de autoridad por
aquello del modernismo y de ser más progres que nadie. Y con todos los medios a
su alcance, con un enorme catálogo de derechos bajo el brazo, sin ninguna
obligación que cumplir, parece que debemos conformarnos con que acudan a clase.
Y no todos los días. Triste y crudo, pero real, como la vida misma.
Pesimista, puede. Debe ser que en esta
semana, en la que los alumnos inician el largo periodo de vacaciones oficiales,
estoy más reflexivo que nunca. Ojalá me equivoque rotundamente. Sería buena
señal”.
Fue el comentario, hace veinte años,
en una emisora de radio participativa por estas fechas de final de curso. Las
cosas han cambiado. Y mucho. En todas las facetas. De una parte, dejé de prestar
atención a las llamadas de medios de comunicación audiovisuales por razones que
no vienen al caso. No voy a dar chance esta vez a quien pueda sentirse feliz
nadando en el fango. De otra, llevo jubilado largo periodo. Por lo que vivo la
pandemia, y los avatares educativos, de otra manera. Entre uno y otro hecho
tuve tiempo de transitar aulas universitarias en La Laguna. Los posibles
méritos contraídos siguen en una gaveta. Pero peregrino libre por la vida sin
especiales ataduras. Despreocupado, nunca. Reivindicativo, siempre.
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