A lo largo de nuestra trayectoria laboral –me imagino que
pasará a todos– existen hitos que marcan improntas. Los docentes, jubilados o
no, hablamos de ello cada vez que nos reunimos, normalmente para tomarnos una
copa y, de ser posible, echarnos unos condumios.
Cuando el autor de estas líneas recaló en La Longuera, año
1980, le fue asignado un grupo de 1º. Normal, es lo que le corresponde al
último que llega. Alumnos nacidos en 1974 y que ahora, con 45 años cumplidos, o
a punto, se están poniendo de acuerdo (bienvenido sea el WhatsApp) para un almuerzo
a celebrar el próximo mes de agosto.
Con la mayoría de ellos he podido seguir en contacto, bien
personalmente, bien a través de esa modernidad llamada Facebook, de tal suerte
que intercambiamos en las conversas aquellos aconteceres que marcaron una etapa
que ha quedado guardada en nuestras retinas. Y como uno ha sido capaz –osadía de
viejo– de subirse al carro de las nuevas tecnologías (lo de la renuncia al
móvil irá conmigo a la tumba), hemos echado la vista atrás y recordado aquellas
fotografías de pésima calidad –y va una muestra en este artículo– que dejan
constancia de lo atrevidos que éramos. Te cuento:
Bastaba un aviso verbal a los padres de que si el comportamiento
era el adecuado y las labores de clase se llevaban a cabo según el programa establecido,
el viernes por la tarde nos íbamos de paseo. Y ya está, sin papeles,
autorizaciones o todas esas exigencias de la actualidad. Los Roques, La Fajana,
La Montaña… fueron destinos de aquellos pateos en lo que tanto aprendimos. Y
que, pasado el tiempo, dieron pie a la primera publicación de quien este post
suscribe: Jugando a ser maestro. Hubo otras salidas, por ejemplo La Corona, que
requerían de más tiempo –día completo–, pero que no variaban en nada la
dinámica antes comentada.
Se forjaron así lazos de amistad que trascendieron las cuatro
paredes del aula. O del salón, que era época de carencias y falta de recursos,
pero donde, afortunadamente, sobraban la imaginación, la buena voluntad y la
predisposición.
Mal no lo debimos pasar en aquel curso 1980-1981 porque el
invento prosiguió en los sucesivos hasta llegar al 84-85, cuando en el mes de
febrero el maestro debió cambiar de aires para dedicarse al noble oficio de la
política. Pero se buscaba resquicios en el horario, o agenda, para seguir echando
una mano en la proyección de películas en las viejas aulas prefabricadas de La Puntilla,
y así obtener unos duros para el viaje a La Gomera. Toda una aventura.
Recordemos que en aquel entonces solo se impartía hasta 5º
en Toscal-Longuera, debiendo cursarse la segunda etapa en Agustín Espinosa.
Centro en el que estos alumnos estuvieron en 6º, pues ya en el siguiente curso,
86-87, comenzó la singladura del flamante nuevo colegio del barrio. Al que un
servidor volvió, tras el breve paso por el ayuntamiento, en el curso 87-88, donde
volví encontrarme a la quinta del 74 que ya transitaba por 8º de EGB.
Como oro en paño conservo las misivas de despedida –que se
quedaron en un hasta luego– en una vieja carpeta que guardo en casa. También
están escaneadas, por si hay ataques de xilófagos, que si roen la madera
también podrán hincarle el diente al papel, digo yo. Todas ellas con una
caligrafía estupenda y una ortografía sin mayores sustos de esos que te atacan
el sentido de la vista. Que no llegué a corregir porque me parecía que la
tachadura del bolígrafo rojo iba a pervertir el verdadero sentido de las
mismas.
Teníamos, también, unos cuadernillos con las principales
reglas ortográficas que nos echaron una mano en las dudas planteadas. El maestro
metió la pata al prestar el suyo a quien olvidó que la devolución es un concepto
bien visto, y que el no hacerlo –como en el caso de muchos libros– supone una
mancha de muy difícil recuperación.
Espero y deseo que en agosto podamos seguir echando la vista
atrás para recordar un pasado que rememoramos con orgullo y satisfacción. Puede
que del acontecer haya, asimismo, la pertinente reseña en Desde La Corona.
Hasta entonces. Ya te contaré.
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